By Lauren A. Altamira
El País de las Mil Voces (Parte 1)
En una aldea distante, oculta entre montañas que susurraban al amanecer, había un mercado donde las palabras se compraban y vendían. No eran palabras comunes, sino aquellas que se clavaban en la piel como espinas invisibles: “Deberías”, “¿Por qué no?”, “Eres egoísta” y tantas otras. Allí, la gente adquiría frases que luego repetían, muchas veces sin querer, como si fueran ecos prestados.
En el centro del mercado, había una figura curiosa: un mercader de sombrero ancho y túnica azul. Su mostrador estaba repleto de pequeños frascos transparentes que brillaban con una luz tenue. Dentro de ellos flotaban las palabras que, al ser abiertas, susurraban al oído y se aferraban al pensamiento como parásitos.
La protagonista de esta historia era una viajera que, al llegar a este extraño lugar, no cargaba maletas ni provisiones, sino silencio. Era el único recurso que le quedaba. Cansada y desgastada, su piel parecía tan pálida como las nubes grises que coronaban las montañas. Había entregado años de su vida a otros: al trabajo, a las expectativas de su familia, a las peticiones de amigos que siempre tomaban más de lo que ofrecían. Cada vez que intentó decir “no”, alguien le había regalado un frasco nuevo.
—“¿Cómo puedes pensar en ti misma cuando otros te necesitan?” —susurraba uno.
—“Si te quedas sola, ¿qué harás cuando nadie te quiera?” —repetía otro.
Frasco tras frasco, las palabras se habían convertido en su única carga, pesando más que cualquier piedra. Había llevado esos mensajes tanto tiempo que su cuerpo se encorvaba, y sus pasos, una vez firmes, eran ahora lentos y silenciosos.
El mercader la vio de lejos y sonrió con astucia.
—“Tengo justo lo que necesitas” —dijo, acercándole un frasco negro. La etiqueta, apenas legible, decía: “Culpabilidad.”
Ella lo miró con ojos cansados y negó con la cabeza. No quería más palabras, no quería más voces. Por primera vez en mucho tiempo, algo en su pecho ardía. Era pequeño, apenas una chispa, pero suficiente para despertar una decisión: no seguir cargando lo que no le pertenecía.
—No más frascos —susurró al viento.
Y entonces, sucedió algo que nadie esperaba. Las palabras dentro de los frascos, al escuchar su negativa, comenzaron a vibrar. Al principio fue un sonido apenas perceptible, como el zumbido de un insecto, pero pronto se convirtió en un rugido ensordecedor. Los frascos explotaron uno tras otro, liberando a las palabras que habían sido apresadas durante años. El mercado entero se llenó de gritos y lamentos.
Las palabras se elevaron en el aire como bandadas de pájaros oscuros, buscando nuevas mentes donde posarse. Pero la viajera, inmóvil en medio del caos, permaneció tranquila. La chispa en su pecho se convirtió en llama, y su silencio se transformó en una barrera invisible. Las palabras intentaron alcanzarla, pero rebotaban como si golpearan un escudo.
El mercader, aterrorizado, la miró con una mezcla de rabia y fascinación.
—¡No puedes rechazarlas! —gritó—. ¡Sin estas palabras, no eres nadie!
Pero ella ya no lo escuchaba. Por primera vez, su mente estaba en calma. El vacío que tanto había temido no era un abismo oscuro, sino un espacio abierto, lleno de posibilidades. Respiró profundo y dejó que el aire nuevo llenara sus pulmones.
Fue entonces cuando decidió ir más allá del mercado, hacia un lugar que nadie en la aldea había pisado jamás: el Bosque de los Propios Pasos.