By Lauren A. Altamira
La ciudad brillaba bajo un cielo plomizo, sus edificios erguían siluetas como colosos de concreto que parecían observar, juzgar y a veces consolar a los que caminaban bajo su sombra. Entre ellos, una figura se movía como un riachuelo esquivando rocas, siempre en movimiento, siempre sin detenerse a reflejar su propia imagen. No era porque no quisiera hacerlo, sino porque temía lo que encontraría si se quedaba quieta demasiado tiempo. Las vitrinas de las tiendas, con sus cristales pulidos, ofrecían reflejos distorsionados que la hacían mirar hacia otro lado, como si esas versiones de sí misma fueran un eco al que prefería no responder.
Había pasado años construyendo un muro invisible a su alrededor. Cada palabra dicha con desprecio hacia su figura, cada mirada que percibió como un juicio, eran ladrillos apilados con una meticulosidad dolorosa. Su mente había aprendido a catalogar sus “fallas” como imperdonables: una curva fuera de lugar, una cicatriz que contaba historias que nadie quería escuchar, un gesto demasiado rígido o demasiado blando, dependiendo del día. El muro se había convertido en su refugio, pero también en su prisión.
Un día, casi sin darse cuenta de cómo había llegado allí, se encontró en un lugar que nunca había visto. Era una galería de arte, pero no como las que aparecían en las revistas o en las redes sociales. Este espacio estaba vivo, palpitante, como si los cuadros respiraran en silencio. Las paredes no eran blancas ni minimalistas; eran de un rojo profundo que recordaba a la carne bajo la piel, cruda y expuesta. La iluminación era tenue, como si el lugar quisiera que se acercara a cada obra con una intimidad casi sagrada.
La primera pintura que encontró era un retrato, pero no de una persona, sino de un cuerpo fragmentado. Brazos, piernas, un torso y un rostro se dispersaban por el lienzo, conectados por hilos dorados que brillaban tenuemente. No había perfección en esas partes; algunas eran desproporcionadas, otras tenían cicatrices o manchas. Sin embargo, los hilos que las unían parecían murmurar que cada pieza era necesaria, que sin una, el todo no existiría. Se quedó ahí por lo que pareció una eternidad, sintiendo cómo algo en su pecho se deshacía lentamente, como un nudo que llevaba años apretado.
Mientras avanzaba por la galería, las pinturas y esculturas se volvían más personales. Una escultura de metal oxidado representaba una columna vertebral torcida, pero cada curva y bulto estaba incrustado con piedras preciosas que brillaban como si atraparan la luz de un sol invisible. En otro rincón, un lienzo mostraba un rostro con dos mitades diferentes: una llena de sombras y la otra bañada en luz, ambas coexistiendo en un equilibrio imperfecto y hermoso. Era como si el artista hubiera capturado la esencia misma de lo que significaba ser humano: un caos organizado, una mezcla de dolor y belleza que no podía separarse sin destruir el todo.
Finalmente, llegó a una sala al fondo de la galería. Aquí no había pinturas ni esculturas, solo un enorme espejo que ocupaba toda una pared. Pero este espejo era diferente; no reflejaba el espacio tal como era. En su superficie, su figura aparecía, pero no como la veía en las vitrinas de las tiendas o en los espejos de su casa. Aquí, sus cicatrices eran ríos de plata, sus curvas eran colinas suaves bajo un cielo crepuscular, y sus ojos tenían la profundidad de un bosque al anochecer. No era una versión idealizada de sí misma, sino una versión completa. Por primera vez, se vio como un todo y no como un rompecabezas de piezas defectuosas.
El peso de los años cayó sobre ella en un instante, pero no con dolor, sino con un alivio tan intenso que casi la hizo caer de rodillas. Lloró en silencio, dejando que las lágrimas limpiaran las capas de juicio y odio propio que había acumulado. En ese momento, comprendió que no había nada que “arreglar” en ella, porque nunca había estado rota.
Cuando salió de la galería, el mundo exterior parecía diferente. Las sombras de los edificios ya no parecían tan amenazantes, y las vitrinas de las tiendas reflejaban una imagen que ya no temía mirar. A medida que caminaba, notó cosas que antes había ignorado: el calor del sol en su piel, el sonido de las hojas al moverse con el viento, la textura del pavimento bajo sus pies. Era como si el mundo hubiera estado esperando a que ella despertara para revelarle su belleza.
Con el tiempo, el muro invisible que había construido empezó a desmoronarse. No fue un proceso rápido ni fácil; cada ladrillo que caía dejaba al descubierto partes de ella que preferiría mantener ocultas. Pero con cada capa que se quitaba, también descubrió algo nuevo: una fuerza que siempre había estado allí, enterrada bajo años de dudas y miedos. Esa fuerza no era perfecta ni constante, pero era suya, y eso era suficiente.
Aprendió a moverse por el mundo sin pedir disculpas por ocupar espacio, por existir tal como era. Y mientras lo hacía, algo curioso comenzó a suceder. Las personas que la rodeaban también empezaron a cambiar. Algunas se alejaron, incapaces de aceptar la nueva versión de ella que ya no se conformaba con menos de lo que merecía. Pero otras se acercaron, atraídas por su luz recién descubierta. Estas personas no querían cambiarla ni moldearla; simplemente querían estar cerca de alguien que había aprendido a ser fiel a sí misma.
Un día, mientras miraba su reflejo en un charco después de una lluvia ligera, sonrió. No porque hubiera alcanzado alguna versión ideal de sí misma, sino porque finalmente había entendido que no necesitaba alcanzarla. Su cuerpo y su alma eran un lienzo en constante cambio, y eso era lo que las hacía hermosas.
La galería de arte nunca volvió a aparecer, pero no importaba. Llevaba consigo todo lo que había aprendido en ese lugar. Y mientras caminaba por las calles de la ciudad, bajo el cielo plomizo que ahora le parecía menos opresivo y más acogedor, supo que estaba en casa: en su cuerpo, en su mente, en su propia existencia. Y eso era suficiente.