by Lauren A. Altamira
No supieron en qué momento comenzó. Quizá fue después del último adiós, ese que se dice sin convicción pero con la voz temblando. Quizá fue la primera vez que uno de los dos deseó con todas sus fuerzas que, aunque ya no estuvieran cerca, pudieran seguir viéndose. No en esta vida que los alejaba con vuelos, horarios y decisiones… pero sí en otra.
En la vida de los sueños.
Primero fue una sospecha. Un presentimiento que nacía en el pecho y se quedaba ahí: el recuerdo de un abrazo que no había ocurrido ese día, pero se sentía tan reciente. Un olor. Un roce. Un suspiro que, inexplicablemente, sabías que era de él… aunque dormías sola. O dormía él, sin ti.
Después, empezó a pasar más seguido. Se veían en lugares que no reconocían de esta vida: pasillos sin fin, bosques en tonos imposibles, trenes flotantes y estaciones perdidas en medio del mar. Pero siempre eran ellos dos. Juntos. Aunque distantes por días, ciudades, costumbres y miedo.
El tiempo no importaba cuando cerraban los ojos.
Y es que se conocían desde antes. Se amaron en la vida real. De esos amores que no hacen ruido, pero lo inundan todo. Se amaron en tardes de pan tostado y música vieja, en miradas en semáforos en rojo, en domingos sin bañarse y películas pausadas por besos. Pero también se rompieron.
Él no sabía cómo quedarse. Ella no sabía cómo soltar.
A veces, lastimar no se hace con intención. Se hace por no saber cómo amar mejor.
Y así, el mundo real les quedó chico. Les dolía verse, pero más les dolía estar lejos. Decidieron soltarse, aunque ninguno lo hiciera con el alma en paz. Y fue entonces que comenzaron los sueños.
No cada noche, no siempre. A veces pasaban semanas sin encontrarse, como si incluso en el universo onírico hubiera reglas, distancias, castigos. Pero cuando coincidían, el mundo era otro.
Se hablaban sin necesidad de palabras. Una vez caminaron por una ciudad que no existía en ningún mapa. Ella llevaba puesto un vestido que nunca tuvo, y él tenía la sonrisa que ella le conocía cuando aún se sentía amado. Caminaron sin prisa, tomados de la mano, como si nunca se hubieran dejado.
Él le tocó el cabello y ella no preguntó cómo sabía que ahí le gustaba. Porque lo sabía. Porque lo supo siempre.
—¿Tú también lo soñaste? —le escribió ella una tarde, semanas después, sin mencionar detalles.
Él tardó cuatro minutos exactos en responder.
—Sí. Íbamos a pie por una ciudad azul. ¿Había música?
—Sí. Pero nadie la tocaba.
—¿Volveremos?
Ella no respondió.
Pero sí volvieron.
En otro sueño, ella despertaba (en el sueño, no en la realidad) en una casa de madera sobre una montaña. Lo buscaba por el corredor y él estaba haciendo café. No hablaban, pero todo era familiar. Como si nunca se hubieran ido. Como si el adiós no hubiera sido tan definitivo.
Se miraban como dos personas que ya se han visto llorar. Que ya se han dicho lo peor. Que ya se conocen la sombra, pero aún así, quieren quedarse.
Y entonces, una noche, fue distinto.
Estaban en un teatro abandonado. Las butacas eran de terciopelo granate. Él bajó del escenario y ella subió. Se encontraron en medio, sin luces, sin aplausos, sin máscaras. Se abrazaron y esta vez no se sintió como un recuerdo: se sintió como una promesa. Como algo que no sabían si pasaría de nuevo, pero que ninguno de los dos quería perder del todo.
—¿Y si solo en sueños podemos volver a ser lo que fuimos? —preguntó ella sin mover los labios.
Él no contestó, pero la miró como si tuviera todas las respuestas que la vida nunca le dio.
Y ella entendió que no era resignación, era gratitud.
Porque cuando el mundo no les permitió estar juntos, sus almas decidieron inventar un espacio donde sí pudieran encontrarse.
Donde las palabras no dolieran. Donde los reproches no existieran. Donde las cicatrices fueran invisibles. Donde el amor aún respiraba.
Desde entonces, cada vez que el día se les vuelve insoportable, se buscan dormidos.
Hay noches en que no se encuentran. Hay otras en las que apenas se ven unos segundos. A veces solo una mirada, un roce de hombros, una risa compartida en un tren que no va a ningún lugar. Pero incluso eso basta.
Porque saben que lo que tuvieron en la realidad fue imperfecto, torpe, herido… pero fue suyo.
Y lo que tienen ahora, en los sueños, no necesita explicaciones ni tiempo. Solo conexión.
Y si en esta vida el amor ya no pudo quedarse, al menos tiene dónde regresar por las noches.