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Nathalia Alt by Nathalia Alt
17 diciembre, 2024
in Opinión
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By Lauren A. Altamira

El País de las Mil Voces (Parte 1)

En una aldea distante, oculta entre montañas que susurraban al amanecer, había un mercado donde las palabras se compraban y vendían. No eran palabras comunes, sino aquellas que se clavaban en la piel como espinas invisibles: “Deberías”, “¿Por qué no?”, “Eres egoísta” y tantas otras. Allí, la gente adquiría frases que luego repetían, muchas veces sin querer, como si fueran ecos prestados.

En el centro del mercado, había una figura curiosa: un mercader de sombrero ancho y túnica azul. Su mostrador estaba repleto de pequeños frascos transparentes que brillaban con una luz tenue. Dentro de ellos flotaban las palabras que, al ser abiertas, susurraban al oído y se aferraban al pensamiento como parásitos.

La protagonista de esta historia era una viajera que, al llegar a este extraño lugar, no cargaba maletas ni provisiones, sino silencio. Era el único recurso que le quedaba. Cansada y desgastada, su piel parecía tan pálida como las nubes grises que coronaban las montañas. Había entregado años de su vida a otros: al trabajo, a las expectativas de su familia, a las peticiones de amigos que siempre tomaban más de lo que ofrecían. Cada vez que intentó decir “no”, alguien le había regalado un frasco nuevo.

—“¿Cómo puedes pensar en ti misma cuando otros te necesitan?” —susurraba uno.
—“Si te quedas sola, ¿qué harás cuando nadie te quiera?” —repetía otro.

Frasco tras frasco, las palabras se habían convertido en su única carga, pesando más que cualquier piedra. Había llevado esos mensajes tanto tiempo que su cuerpo se encorvaba, y sus pasos, una vez firmes, eran ahora lentos y silenciosos.

El mercader la vio de lejos y sonrió con astucia.

—“Tengo justo lo que necesitas” —dijo, acercándole un frasco negro. La etiqueta, apenas legible, decía: “Culpabilidad.”

Ella lo miró con ojos cansados y negó con la cabeza. No quería más palabras, no quería más voces. Por primera vez en mucho tiempo, algo en su pecho ardía. Era pequeño, apenas una chispa, pero suficiente para despertar una decisión: no seguir cargando lo que no le pertenecía.

—No más frascos —susurró al viento.

Y entonces, sucedió algo que nadie esperaba. Las palabras dentro de los frascos, al escuchar su negativa, comenzaron a vibrar. Al principio fue un sonido apenas perceptible, como el zumbido de un insecto, pero pronto se convirtió en un rugido ensordecedor. Los frascos explotaron uno tras otro, liberando a las palabras que habían sido apresadas durante años. El mercado entero se llenó de gritos y lamentos.

Las palabras se elevaron en el aire como bandadas de pájaros oscuros, buscando nuevas mentes donde posarse. Pero la viajera, inmóvil en medio del caos, permaneció tranquila. La chispa en su pecho se convirtió en llama, y su silencio se transformó en una barrera invisible. Las palabras intentaron alcanzarla, pero rebotaban como si golpearan un escudo.

El mercader, aterrorizado, la miró con una mezcla de rabia y fascinación.

—¡No puedes rechazarlas! —gritó—. ¡Sin estas palabras, no eres nadie!

Pero ella ya no lo escuchaba. Por primera vez, su mente estaba en calma. El vacío que tanto había temido no era un abismo oscuro, sino un espacio abierto, lleno de posibilidades. Respiró profundo y dejó que el aire nuevo llenara sus pulmones.

Fue entonces cuando decidió ir más allá del mercado, hacia un lugar que nadie en la aldea había pisado jamás: el Bosque de los Propios Pasos.


El País de las Mil Voces (Parte 2)

El Bosque de los Propios Pasos era un territorio del que nadie hablaba porque, simplemente, nadie se atrevía a entrar. Las leyendas decían que aquellos que lo recorrían escuchaban sonidos tan íntimos que terminaban huyendo despavoridos. No había monstruos ni peligros físicos; el bosque tenía un tipo de magia distinta: te hacía escuchar tus propios pensamientos.

La viajera avanzó con cuidado entre árboles que se erguían como gigantes antiguos, sus ramas entrelazadas bloqueaban casi toda la luz del sol. Cada paso crujía bajo sus pies, y el eco se dispersaba como si el bosque estuviera observándola. Al principio, el silencio fue reconfortante. Por primera vez, no había voces externas exigiendo algo, no había murmullos de desaprobación ni palabras como cadenas.

Pero entonces comenzaron.

Sus propios susurros.

Al principio eran suaves, apenas una caricia que se deslizaba por el aire:

—“Te verán como egoísta.”
—“No puedes dejar a los demás atrás.”

El bosque tenía la habilidad de desenterrar lo que ella había guardado bajo llave: las voces que se había repetido en silencio durante años. Esas frases se entrelazaban con el viento, y aunque no eran más que palabras, parecían garras que intentaban sujetar su espíritu.

Ella se detuvo, sintiendo la tentación de dar media vuelta. Regresar. Porque había algo cómodo en seguir cargando con todo; el peso podía doblarla, pero al menos conocía el peso. Sin embargo, la chispa en su pecho —la misma que había crecido en el mercado— volvió a arder.

Decidió seguir adelante.

Conforme avanzaba, las voces aumentaron su intensidad. Ahora no eran susurros; eran gritos que parecían salir de las entrañas mismas del bosque.

—“Si piensas en ti, estarás sola.”
—“Nunca serás suficiente.”
—“Eres reemplazable.”

Esas frases se aferraban a su mente como raíces, intentaban inmovilizarla, pero había aprendido algo en el mercado: las palabras solo tienen poder cuando las aceptas como tuyas. Así que cerró los ojos y respiró profundo. Por primera vez, en lugar de intentar callarlas, las escuchó.

Las palabras eran ecos de antiguos miedos, recuerdos deformados de otros tiempos. Las frases que antes parecían órdenes inquebrantables ahora se desmoronaban como polvo. El bosque, con toda su fuerza, trataba de asustarla, pero en el fondo, solo estaba reflejando las sombras que ella misma debía enfrentar.

—No soy esas palabras —dijo en voz baja, sintiendo que su propia voz tenía un peso distinto.

El bosque pareció estremecerse.

A cada paso que daba, el aire se hacía más ligero. Las voces perdieron intensidad hasta que quedaron reducidas a un murmullo insignificante, como si se dieran cuenta de que ya no podían alcanzarla. Pronto, el sonido de un arroyo cristalino reemplazó los ecos. El agua corría serena, y el sol —que había sido negado por las copas de los árboles— comenzó a colarse entre las ramas. Allí, en medio del claro, el bosque dejó de oponer resistencia.

Y entonces lo vio: un espejo de agua.

No era un arroyo cualquiera. Era un estanque que reflejaba algo más profundo que la imagen exterior. Cuando se asomó sobre la superficie, no vio su reflejo habitual. Vio a una mujer luminosa, sin el peso de los frascos, sin las palabras clavadas en su piel. Era ella misma, pero no la versión gastada que había conocido toda su vida. Era quien siempre había estado ahí, esperándola, escondida debajo de las expectativas de otros.

Libre.

Se quedó un momento contemplando la imagen. No necesitaba aprobación, no buscaba la validación de quienes no podían entender su camino. Por primera vez, entendió que priorizarse no significaba alejarse de los demás, sino acercarse a sí misma. Y eso, de alguna forma, crearía el espacio para que otros también se encontraran.

El bosque no volvió a gritarle. Todo lo contrario: los árboles parecían inclinarse con reverencia. Aquellos que enfrentaban las sombras y las despojaban de su poder no eran enemigos del bosque; eran parte de su verdad.

El camino de regreso fue distinto. El aire era más limpio, el sol brillaba con una calidez que no recordaba haber sentido en años. Ella no había cambiado el mundo, pero había cambiado su lugar en él. Y eso era suficiente.

Cuando salió del bosque, el mercado de las palabras había desaparecido. En su lugar, un campo de flores salvajes se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Quizás el mercader y su veneno habían sido tragados por el bosque mismo, como castigo por las cadenas que había vendido. O quizás, simplemente, no tenía poder en un mundo donde la gente aprendía a decir “no”.

La viajera continuó su camino, esta vez con la espalda recta y los hombros libres. No llevaba frascos, ni cargas ajenas. Solo llevaba su propia voz, fuerte y clara. Y aunque todavía quedaba un largo camino por recorrer, sabía que ya no necesitaba ser entendida por todos para caminar con firmeza.


Desde ese día, dicen que el Bosque de los Propios Pasos todavía espera a aquellos que están listos para escuchar lo que siempre han callado. No es un lugar maldito, como algunos creen. Es un santuario, un lugar donde las sombras pierden su poder y la libertad toma forma.

Pero pocos se atreven a entrar.

No porque el bosque sea peligroso, sino porque aprender a decir “no” y liberarse de las cadenas de otros requiere un tipo de valentía que no todos están dispuestos a encontrar.

Sin embargo, los que lo logran —los que enfrentan las voces y las dejan atrás— nunca vuelven a ser los mismos. Se convierten en viajeros sin cargas, libres de seguir sus propios pasos y, finalmente, vivir.

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Nathalia Alt

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