by Lauren A. Altamira
Hay algo desgarrador en amar a alguien con el alma entera y, aun así, tener que dejarlo ir. No porque el amor haya muerto, sino porque no supimos cuidarlo.
Éramos dos piezas distintas de un mismo rompecabezas. Almas que parecían reconocerse sin necesidad de hablar. Desde el primer momento, hubo algo inevitable entre nosotros. Algo que no podías evitar mirar dos veces. Éramos como tormenta y refugio: uno traía el caos, el otro la calma. Uno siempre esperaba, el otro siempre huía. Y en medio de esa danza cíclica, nos fuimos perdiendo.
Nunca supimos estar cerca sin herirnos. A veces, sin querer. Otras, demasiado consciente. Las palabras, los silencios, las ausencias. Todo pesaba. Todo dolía. Pero aún así, seguíamos volviendo. Siempre volvíamos. Como si el amor fuera más fuerte que el dolor. Como si bastara con encontrarnos para olvidar todo lo que habíamos roto.
Hubo un tiempo en que intentamos hacer las cosas bien. Cada uno con la promesa entre los labios de no repetir los errores pasados. Pero el pasado es un eco que se mete entre las sábanas, que se sienta a la mesa, que te espera en la puerta. Por más que quieras mirar hacia adelante, te susurra al oído que no todo se ha perdonado.
A ti te costaba mirar tus propias heridas, pero más aún las que me habías hecho. Yo intentaba convencerme de que podía seguir amándote con las manos llenas de cicatrices. Intentaba, de verdad. Pero hay cosas que no se curan solo con amor. Y hay momentos en que amar mucho también duele demasiado.
Nos convertimos en expertos del reencuentro. No importaba cuánto tiempo pasara, ni cuántas veces dijéramos “esta es la última vez”. Siempre había algo que nos regresaba. Una canción, un mensaje que nunca se borró, un lugar que aún olía a nosotros. Pero cada vez era más difícil sostener lo que alguna vez fue tan fácil.
No era que el amor se hubiera ido. Al contrario. El amor seguía ahí. Inquieto, incompleto, pero real. Solo que nosotros ya no éramos los mismos. Las prioridades cambiaron. Los miedos crecieron. Y en algún punto, amar se volvió más una guerra que un refugio.
Yo quería estabilidad, ternura, decisiones firmes. Tú aún buscabas respuestas en lugares que siempre te habían fallado. Nos amábamos, pero nuestras rutas eran distintas. Yo me estaba cansando de esperarte, y tú no sabías cómo quedarte.
A veces, las almas gemelas no están destinadas a compartir la vida entera, sino a encontrarse para transformarse. Y nosotros… nosotros éramos eso. Un catalizador. Una tormenta que arrasó con nuestras versiones viejas para enseñarnos lo que realmente podíamos ser.
Recuerdo la última vez que te fuiste. No dijimos adiós. No hizo falta. Sabíamos que no era un adiós definitivo, porque nunca lo era. Pero fue el primero que dolió distinto. Porque ya no hubo promesas. Ni lágrimas. Solo un silencio seco, como cuando aceptas que ya no puedes sostener lo insostenible.
A veces dejo que los recuerdos me inunden. Aquella vez que me miraste como si el mundo se te cayera encima, o ese día en el que me hiciste reír en medio del caos. Tú tenías esa manera extraña de romperme y luego reconstruirme, aunque nunca quedaba igual. Siempre quedaba alguna pieza suelta. Algo que no volvía a encajar.
Aun así, si hoy tocaras a mi puerta, sé que abriría. Porque hay personas que se quedan contigo, aunque ya no estén. Porque amar no siempre significa quedarse, pero sí estar dispuesto a volver si la vida les da otra oportunidad.
Tal vez algún día entenderemos por qué no supimos quedarnos. Tal vez ese día, ya no duela. O quizás ese día nos encontremos de nuevo, con menos heridas y más paz. Quizás tú ya sepas amarte, y yo ya no tenga miedo de ser amada sin reservas.
Hasta entonces, me quedo con lo que fuimos. Con todo lo que no supimos ser. Con las veces que intentamos. Con tus manos temblorosas buscándome en la noche, con mis palabras suaves queriendo salvarnos del abismo. Me quedo con el amor, aunque no haya tenido final feliz.
Porque a veces el amor no muere. Solo se agota.
Y si me preguntas si te sigo esperando, la respuesta es complicada. No con el corazón roto de antes. No con la esperanza ingenua de otras veces. Pero sí con el deseo de que, si un día regresas, sea porque ya aprendiste a quedarte sin lastimar. Porque ahora sí estás listo para construir algo que no se rompa con el primer tropiezo.
Yo también estoy aprendiendo. A querer mejor. A dejar ir sin sentir que pierdo. A mirar al pasado con gratitud en vez de con rabia. A saber que hay amores que nos forman, aunque no se queden.
Pero si algún día, entre todos los caminos, eliges volver a este… que sea con otra mirada. Con las manos limpias y el alma libre. Porque si decides amarme otra vez, quiero que sea desde el todo. No desde las mitades.
Y si no regresas… también está bien. Porque entendí que el amor no siempre es eterno, pero sí puede ser inolvidable.