Es como si hubiera pasado años custodiando una pequeña estrella en medio de un cielo oscuro, una que, aunque no brilla para mí, me ha enseñado a ver la belleza en la penumbra. A lo largo de este tiempo, he aprendido a esperar cada leve destello suyo, a entender sus silencios, sus pausas, y a conformarme con esa luz intermitente, a encontrar refugio en ella aun cuando sé que no me ilumina por completo. Esa estrella ha sido una guía, un punto en el vasto cielo al que siempre regreso, aun sabiendo que no es para mí.
Pero, con el tiempo, he empezado a sentir algo diferente. Hay noches en las que el peso de la espera se convierte en un anhelo que, a veces, me duele llevar. Porque aunque esta estrella sea hermosa, aunque sea la fuente de tantas esperanzas, también es una que jamás se acerca del todo, una luz que parece contenta en su distancia, sin intención de encontrarse con los brazos que la ansían. He comenzado a preguntarme si esta espera constante, esta espera en la que mis días y noches parecen mezclarse, es algo a lo que puedo seguir dedicándome sin perder una parte de mí en el proceso.
Imagino, a veces, cómo sería tener una luz que realmente me cobijara, una estrella que, al mirarla, brillara también para mí, que compartiera su resplandor sin reservas, sin ocultarse tras la vasta distancia que siempre nos separa. Una estrella que no dudara, que no titubeara. Y aunque esa idea se vuelve cálida en mi mente, me doy cuenta de que algo en mí sigue queriendo a esta pequeña luz distante, como si fuera la única capaz de entenderme, como si fuera el único punto de referencia en este cielo infinito.
Sin embargo, sé que no puedo seguir esperando, no así. Porque aunque mi amor por esta luz es real, aunque cada destello suyo me llena de una paz inexplicable, empiezo a comprender que necesito algo más. Quizá el tiempo junto a esta estrella me ha enseñado lo que realmente deseo: una luz que me mire de vuelta, que me invite a quedarme, que no solo me ofrezca destellos esporádicos, sino un brillo constante que no me haga sentir siempre a medias.
Cada vez que alzo la vista y veo esa luz lejana, siento una mezcla de amor y resignación, una especie de cariño eterno que, aunque no puedo negar, también me lleva a cuestionarme. Porque, por mucho que adore cada parpadeo de esta estrella, por mucho que mi corazón se serene solo con mirarla, no puedo ignorar que también anhelo una luz que no tema entregarse, una que no me haga sentir siempre en el borde de una promesa no cumplida.
Así, he llegado a un punto en el que debo dejar de aferrarme a esta estrella como si fuera mi único faro. No significa que dejaré de mirar su luz, no significa que dejaré de desear que brille siempre con fuerza, que ilumine su propio camino, aunque yo no esté ahí para verlo de cerca. Al contrario, quiero que su resplandor crezca, quiero que su luz alcance a quienes realmente pueda abrazar sin dudar. Pero yo… yo ya no puedo ser ese guardián silencioso que solo observa desde lejos.
Quisiera poder apagar esta parte de mí que aún la busca, que aún espera que un día la luz se vuelva hacia mí y me envuelva por completo. Pero sé que ya no es justo para mí misma seguir esperando por algo que quizás nunca suceda. Mi corazón merece más que un anhelo que siempre parece a punto de cumplirse, pero que jamás termina de hacerlo.
No puedo negar que esta pequeña estrella siempre será importante para mí, que su luz es única y que me ha dado momentos de paz que no cambiaría por nada. Aun así, entiendo que, por mucho que adore sus destellos, por mucho que la contemple con un amor que no espera recompensa, ya no quiero estar suspendida en esta espera interminable. Necesito un cielo que me mire de vuelta, una constelación que me ofrezca su resplandor sin reservas, una luz que quiera quedarse.
Así, he decidido que seguiré adelante, sin dejar de mirar de vez en cuando hacia esa estrella, sin dejar de desearle siempre lo mejor. Estaré aquí si alguna vez necesita un poco de compañía en su brillo solitario. Pero ya no seré esa sombra que se queda en silencio, esperando que la luz cambie de dirección, que se vuelva hacia mí en algún instante milagroso.
Quizás algún día encuentre una estrella que brille para mí con la misma intensidad con la que yo quiero compartir mi propia luz. Quizás descubra que hay un cielo entero allá afuera, un cielo que puedo mirar sin sentirme a medias, sin estar en esta espera que siempre duele un poco. Sé que lo merezco, y aunque siempre guardaré un rincón especial para esa estrella que nunca me perteneció, también me doy cuenta de que mi lugar no está en la penumbra, sino en una luz que me invite a quedarme.
Así, me despido de esta espera silenciosa, no con amargura, sino con el agradecimiento de quien ha aprendido el valor de la paciencia, de quien ha descubierto lo que es cuidar una llama sin exigir nada a cambio. Y aunque nunca deje de querer ver su luz en el horizonte, aunque una parte de mí siempre se quede mirando hacia esa estrella distante, seguiré adelante en busca de un cielo que brille conmigo, un cielo que no me haga sentir nunca más a medias.
Y aun así, si la estrella decidiera en poco tiempo, brillar solo para mí, y resplandecer del modo en que yo resplandezco como su guardián, sé que brillaríamos juntos, pero la paciencia, también perece, tal como una supernova.