Este 02 de julio se cumplieron 108 años de la muerte de Porfirio Díaz quien marcó en la historia de México una época que se denominó “Porfiriato” aquellos días en los que el General Díaz gobernaba un México totalmente pacífico acorde con la máxima “Paz, orden y progreso”.
Para entender este período que está desvirtuado por la historia oficialista que últimamente se empeña en cambiarla a modo, hay que hacer hincapié en lo que fue Porfirio Díaz como hombre y también como líder político capaz de poder lograr un México mejor.
“El buen dictador es un animal tan raro” –escribió Francisco Bulnes, intelectual, escritor e historiador porfirista-, “que debemos procurar los medios para preservarlo”. Sobre el orden, la paz y el progreso, Porfirio Díaz cimentó el andamiaje político de su régimen. Los tres pilares abrevaban de la filosofía positivista de Augusto Comte, pero adquirieron sentido en un México sumido, por décadas, en el caos.
Durante los primeros cincuenta años de su vida, Díaz fue testigo de cómo el fantasma de la revolución, la guerra con el exterior, la permanente bancarrota de la hacienda pública, la falta de una industria propia, la ausencia de vías de comunicación y la improductividad del campo asolaron cada rincón de la república. El país seguía milagrosamente en pie, pero todo estaba por hacerse.
Al asumir el poder en 1876, el orden, la paz y el progreso se convirtieron en sus patrióticas obsesiones. Hombre práctico, su primer cuatrienio (1876-1880) estuvo enfocado a dos aspectos fundamentales: a ganarse la confianza de los Estados Unidos a través del pago puntual de los compromisos de la deuda y a pacificar al país. Del parto doloroso de la violencia para erradicar la violencia nacería la pax porfiriana.
“Empezamos por castigar el robo con pena de muerte –declararía en 1908 frente al reportero James Creelman-, y esto de una manera tan severa, qué momentos después de aprehenderse al ladrón, era ejecutado. Fuimos severos y en ocasiones hasta la crueldad, pero esa severidad era necesaria en aquellos tiempos para la existencia y progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado. Para evitar el derramamiento de torrentes de sangre, fue necesario derramarla un poco. La paz era necesaria, aun una paz forzosa, para que la nación tuviese tiempo para pensar y para trabajar. La sangre derramada era mala sangre, la que se salvó, buena”.
Cuando Porfirio regresó a la presidencia en 1884 –luego de los cuatro años de su compadre González- el “orden” de la república ya estaba garantizado. La modernización tocaba a las puertas de México. Inició así un crecimiento económico sin precedentes.
La inversión extranjera empezó a fluir dentro de las fronteras mexicanas, se reactivó la minería, el humo de las fábricas sustituyó al humo de los cañones, la explotación del petróleo se manifestó como la actividad industrial del nuevo siglo, los bancos abrieron sus puertas en distintos puntos del país, las casas comerciales como El Puerto de Liverpool, El Palacio de Hierro o El Puerto de Veracruz se multiplicaron.
Las ciudades comenzaron a mostrar un rostro diferente: el de la luz eléctrica y las calles asfaltadas; el del telégrafo, el correo eficiente y el teléfono. El de los carruajes que dejaban el paso franco a los primeros automóviles. El progreso porfiriano encontró en el ferrocarril el icono que definió a la modernidad mexicana de principios del siglo XX.
El porfiriato se entiende como una época de “Paz y progreso” la cual fue llevada a cabo de forma descomunal a veces y otras de una forma tranquila y pacífica. Don Porfirio pasó a la historia como un gran hombre de progreso que llevo al país a la industrialización extrema sin mirar los costos para lograrlo.
Esa mole construida con hierro y puesta en movimiento fue el símbolo de la dictadura. No podía ser de otra forma, al ocupar por vez primera la presidencia existían en el país poco más de 800 kilómetros de vías férreas, al dejar el poder en 1911, la red alcanzaba los veinte mil kilómetros. La paz y el progreso no se entendían sin un ánimo ampliamente conciliador.
“En política no tengo amores ni odios”, solía comentar el presidente. Bajo su gobierno las viejas rencillas partidistas de otros tiempos desaparecieron casi por completo. Con el tiempo y la generosa distribución de cargos públicos –“ese gallo quiere máiz”-, gubernaturas, senadurías, diputaciones, presidencias municipales y jefaturas políticas los otrora juaristas, lerdistas, conservadores y demás grupos terminaron siendo solo uno: porfiristas.
Por comodidad y conveniencia, Díaz dio el primer paso para promover una pacífica convivencia entre el Estado y la Iglesia. Abjuró de su pasado como liberal y masón y obtuvo de la Mitra el permiso necesario para recibir con su esposa Delfina –que agonizaba- el sacramento del matrimonio en 1880. Con el documento firmado por Díaz, al arzobispo ya no le pareció tan grave el parentesco de consanguinidad y gustoso les dio la bendición.
El clero se acercó nuevamente al poder político, pero ya no para ejercerlo, sino para apoyarlo. Y las leyes de Reforma durmieron el sueño de los justos. Al igual que el resto del país, la imagen del presidente también se transformó. A partir de sus segundas nupcias (1881) con doña Carmelita Romero Rubio, el general se convirtió en “Don Porfirio”. Hasta el color tostado de su piel pareció tomar un tono más claro, con más porte y distinción. Con el paso de los años su fortaleza física no menguaba, al contrario, su presencia imponía.
Los apellidos de abolengo florecieron pronto y una pequeña y mezquina aristocracia rodeó al presidente. El grupo de los “científicos” alcanzó notoriedad al ocupar los cargos más importantes en el gabinete de Díaz. Su tarea era aconsejar a don Porfirio, mantener a la nación en la ruta del progreso y de paso enriquecerse a costa de los negocios públicos, pero jamás tuvieron en sus manos la decisión final. Don Porfirio tenía la última palabra.
A su juicio, la dictadura funcionaba. El gusto por el poder, el arte de la manipulación con sus colaboradores, el lenguaje de la simulación, el uso de la fuerza contra la oposición eran parte de la naturaleza del dictador, del caudillo que se veía a sí mismo como el hombre necesario. La Constitución se convirtió –en palabras de Justo Sierra- en “un bello poema” y la aplicación de la ley se volvió discrecional.
La dictadura acabó con las libertades públicas, con el espíritu cívico y con la independencia de los poderes de la Federación que durante los años de la Reforma habían visto su mejor época. El servilismo era común entre la clase gobernante. Nada ni nadie se movía en el país sin la autorización del viejo general oaxaqueño. En aras del orden, la paz y el progreso, los ocho periodos presidenciales de Díaz –siete reelecciones- hundieron al país en una profunda sumisión a la figura patriarcal del dictador. Los logros materiales llegaron a ser tan evidentes, que la soberbia nubló el juicio de la clase gobernante y en 1910 se miró eterna. En uno de los discursos de las fastuosas fiestas, el viejo general expresó:
“Hemos querido festejar nuestro Centenario con obras de paz y de progreso. Hemos querido que la humanidad, congregada por intermedio vuestro en nuestro territorio, juzgue de lo que son capaces un pueblo y un gobierno cuando un mismo móvil los impulsa: el amor a la patria, y una sola aspiración los guía: el progreso nacional.
El pueblo mexicano, con vigoroso empuje y con lúcido criterio, ha pasado de la anarquía a la paz, de la miseria a la riqueza, del desprestigio al crédito y de un aislamiento internacional a la más amplia y cordial amistad con toda la humanidad civilizada.
Para obra de un siglo, nadie conceptuará que eso es poco”.