By Lauren A. Altamira
El sonido de los cubiertos contra la porcelana era lo único que llenaba el comedor. Un repiqueteo constante, incómodo, que se alargaba como un eco entre la madera oscura de las paredes. Él siempre cenaba en silencio, con la espalda recta, la mirada perdida en el plato, y una presencia que pesaba más que las palabras que no decía.
No era que nunca habláramos. De vez en cuando, sus preguntas surgían como disparos bien calculados: “¿Y el trabajo?”, “¿Y tu vida?”, “¿Y el futuro?”. Responder nunca era suficiente. Nunca lo fue. Si decía que me iba bien, asentía sin entusiasmo. Si decía que me iba mal, hacía un comentario sobre cómo yo mismo lo había provocado. Pero era peor cuando no decía nada. Cuando solo se limitaba a masticar su comida y a clavar su mirada en la mesa como si ahí estuviera escrita alguna verdad inalcanzable.
Siempre quise que me mirara con orgullo. Siempre busqué ese gesto, esa señal diminuta que me indicara que había hecho algo bien. No importaba si era en la escuela, en el trabajo, o en la manera en que me paraba, vestía, o reía. Todo en mí había sido una construcción para que él dijera: “Bien hecho”. Pero esas palabras no llegaban, y cuando lo hacían, era con la misma frialdad de un comentario al clima.
Hubo un tiempo en el que intenté rebelarme. Intenté no importarle. Decir “No necesito su aprobación” como una especie de mantra que me hiciera libre de ese peso. Me alejé. Me distancié. Hice mi vida sin consultarle. Pero incluso en esa distancia, sus expectativas flotaban como sombras largas al atardecer, sin dejarme nunca del todo. A veces, en las noches, cuando nadie podía verme, me preguntaba si algún día me vería como algo más que un proyecto inacabado.
Los años pasaron, y con ellos, las ganas de luchar. No se puede pelear contra un fantasma toda la vida. Aprendí a conformarme con lo que había, con las conversaciones cortas, con los gestos breves, con la ausencia disfrazada de presencia. Aprendí a dejar de esperar algo que tal vez nunca iba a llegar.
Pero entonces llegó el día en que su cuerpo dejó de sostenerlo como antes. Su voz, siempre firme, se volvió un susurro. Sus manos, siempre ocupadas, se volvieron lentas y temblorosas. Y yo me vi en el lugar que nunca había esperado ocupar: al lado de su cama, escuchando su respiración pesada, sintiendo que, a pesar de todo, no podía dejarlo solo. No porque lo quisiera, no porque de pronto se hubiera roto el muro entre nosotros, sino porque era lo correcto. Porque había sido mi padre, aunque nunca supimos ser padre e hijo de la forma en que otros lo eran.
Nunca hubo una conversación final. Nunca hubo un momento de redención en el que me tomara la mano y me dijera que en realidad siempre había estado orgulloso de mí. Solo hubo silencio, el mismo silencio de siempre, y una ausencia que llegó sin dramatismo, sin aviso, sin nada que la hiciera distinta a su presencia. Pero en ese vacío, entendí algo que no había querido ver antes: que las expectativas de los demás son cadenas invisibles que solo nosotros podemos romper. Que no se puede vivir esperando la aprobación de alguien que no sabe cómo darla. Que a veces, simplemente, hay que aprender a ser suficiente para uno mismo.
Nunca sabré si alguna vez estuvo orgulloso de mí. Nunca lo sabré, y quizá eso también esté bien. Porque, al final, aprendí a serlo por mí mismo.