A veces, en las noches más silenciosas, Amelia escuchaba el eco de todas las vidas que no había vivido. Eran susurros en los bordes de sus pensamientos, fragmentos de una existencia alternativa que nunca llegó a ser. No sabía si era un don o una maldición, pero desde aquel día —el día en que tomó la decisión que cambió todo—, había comenzado a verlos.
No alucinaciones. No sueños. Eran recuerdos de algo que nunca había sucedido.
Todo comenzó la tarde en que rechazó la oferta de aquel trabajo en otra ciudad. Había tenido sus razones, o al menos eso creía en aquel momento. Sus amigos estaban allí, su vida estaba allí. El miedo a lo desconocido pesó más que la curiosidad. Y así, su camino quedó sellado… o eso pensó.
La primera vez que lo notó, fue en un café. Se vio a sí misma, pero diferente. Un corte de cabello que nunca había tenido, una ropa que no reconocía, riendo con una persona a la que nunca había conocido. Parpadeó y la imagen se desvaneció, como un reflejo en el agua después de una piedra. Se dijo a sí misma que era su imaginación, un truco de su mente aburrida.
Pero luego vinieron más.
Se vio en una ciudad que nunca había visitado, con una vida que nunca había construido. Bailando en una calle llena de luces de neón, con una despreocupación que no reconocía en sí misma. Sosteniendo la mano de alguien que no pertenecía a su realidad, pero que, de algún modo, le resultaba familiar.
Entonces entendió. Estas no eran meras fantasías. Eran las sombras de las decisiones que nunca tomó, las vidas que pudieron haber sido. Como si el universo le estuviera mostrando fragmentos de los caminos que había dejado atrás, como hilos sueltos de un tapiz infinito.
Al principio, sintió miedo. Se preguntó si se estaba volviendo loca. Pero pronto la curiosidad superó al miedo. Comenzó a buscar los momentos en los que aparecían. Lugares en los que pudo haber estado, situaciones que pudo haber vivido. Y cada vez, el reflejo se volvía más nítido, más real.
Un día, al doblar la esquina de su propia calle, se vio en una versión de sí misma que nunca había imaginado. Caminaba con una seguridad que le parecía ajena, vestida con colores que nunca hubiera elegido, con una risa ligera en los labios. Y lo más extraño de todo: estaba feliz. No con la felicidad pasajera de un buen día, sino con una plenitud que parecía arraigada en lo más profundo de su ser. Como si, en esa otra vida, hubiese encontrado algo que aquí le faltaba.
Con cada nuevo reflejo, una duda más crecía dentro de ella. ¿Estaba viviendo la vida correcta? ¿O se había conformado con menos de lo que merecía? Empezó a notar los pequeños detalles de su propia existencia que antes pasaban desapercibidos. Las conversaciones repetitivas, los días que parecían copias unos de otros, la sensación de estar esperando algo que nunca llegaba. Era feliz, sí, pero… ¿había elegido esa felicidad o simplemente la había aceptado porque era lo más fácil?
Y si pudiera cruzar. Si pudiera ser aquella versión de sí misma que había tomado un camino distinto. ¿Sería realmente más feliz? O, una vez allí, ¿también se preguntaría por todas las otras vidas que dejó atrás?
Las noches se volvieron más largas. Cada vez que cerraba los ojos, podía sentir la presencia de esas otras Amelias, caminando en mundos paralelos, respirando otras posibilidades, amando a personas que ella nunca conocería. Y, sin embargo, eran todas ella. No podía odiarlas, ni envidiarlas. Solo podía observarlas, aprender de ellas. Entender que, al final, ninguna elección era perfecta. Que cada decisión cerraba puertas, pero abría otras. Que la vida no era un solo destino inmutable, sino un camino de intersecciones infinitas.
Un día, mientras observaba su reflejo en un espejo empañado, se preguntó cuántas Amelias más estarían haciendo lo mismo en sus propios mundos. Y si alguna de ellas, en este mismo instante, deseaba haber sido ella.
Fue en ese momento cuando entendió la lección.
No se trataba de lamentar lo que no había sido, sino de honrar lo que sí era. No importaban las vidas que no vivió; lo único que realmente importaba era lo que hiciera con la vida que tenía en sus manos ahora. Podía pasar el resto de sus días preguntándose “¿y si…?”, o podía decidir que su historia, esta historia, aún estaba incompleta, aún tenía páginas en blanco esperando ser escritas.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, durmió sin escuchar los susurros de las otras versiones de sí misma. Tal vez porque, finalmente, estaba lista para vivir sin mirar atrás.