By Lauren A. Altamira
La tarde se teñía de dorado mientras el sol se escondía tras los edificios, pintando sombras largas sobre la acera. Caminaba sin prisa, con el aire fresco en la piel y la risa de sus amigos aún resonando en su cabeza. Habían pasado el día en una terraza, entre platos compartidos y conversaciones que fluían sin esfuerzo. No había un solo instante de silencio incómodo, ni una sola pausa en la que se sintiera fuera de lugar.
Esa era la belleza de su vida: la seguridad de saber que siempre había alguien con quien reír, con quien hacer planes de último minuto, con quien compartir los pequeños placeres de la rutina. Sus amigos eran su refugio, su familia era su base, y su independencia era un logro del que se sentía orgullosa.
Pero había algo más.
No era insatisfacción, ni ansiedad, ni ese vacío del que tantas veces había oído hablar. No, era una especie de cosquilleo interno, una emoción en pausa que esperaba un motivo para despertar.
Porque salir con alguien era divertido.
Lo había sido siempre, desde la emoción de prepararse para un primer encuentro hasta la adrenalina de descubrir si las palabras fluían igual en persona. Era un juego de descubrimiento, de pequeñas sorpresas, de momentos inesperados que se quedaban grabados sin razón aparente.
Le gustaba la expectativa de los mensajes que llegaban en los momentos más inesperados, la forma en que la curiosidad se transformaba en ganas de conocer más. Le gustaba la energía de una primera cita, cuando cada gesto tenía un significado nuevo, cuando todo se sentía fresco, sin pasado que interfiriera ni certezas que agotaran la emoción del presente.
Pero hacía tiempo que no sentía eso.
No porque no hubiera oportunidades.
Porque con el tiempo, las reglas del juego habían cambiado.
Antes, todo era más sencillo. Las conexiones surgían de manera natural, sin estrategias ni cálculos. Se conocía a alguien, se pasaban horas hablando sin mirar el reloj, y de repente, ahí estaba la emoción de lo desconocido. Ahora, el tiempo tenía más peso, los compromisos eran mayores y las historias previas dejaban cicatrices invisibles en las expectativas de cada uno.
No quería prisas ni promesas vacías.
Solo quería volver a sentirlo.
Volver a la emoción de salir con alguien sin la presión de que tuviera que ser algo definitivo. Volver a reírse de anécdotas tontas en una mesa de café, a compartir un postre como si fuera un pacto silencioso, a caminar sin rumbo sin que importara el destino.
Le gustaba la magia de los primeros encuentros.
Le gustaba la sensación de ver a alguien por primera vez y preguntarse qué pasaría después.
No era cuestión de encontrar a la persona adecuada.
Era cuestión de disfrutar el camino.
Porque no solo se trata del destino. También era tránsito, exploración, juego. Y ella estaba lista para jugar otra vez.