En el año en que las ciudades aprendieron a brillar sin estrellas, ella descubrió que el verdadero apagón ocurría dentro.
Vivía en un complejo orbital suspendido sobre una metrópoli interminable, donde los edificios respiraban luz artificial y los relojes ya no marcaban horas sino productividad. Desde su ventana, el mundo parecía ordenado, funcional, impecable. Drones cruzaban el cielo con la precisión de un pensamiento bien entrenado. Trenes magnéticos se deslizaban como si nada pudiera detenerlos. Todo avanzaba. Todo funcionaba. Excepto ella.
Había días en los que despertaba con la sensación de haber corrido durante años sin moverse del lugar. El cuerpo intacto, la mente exhausta. Como si durante la noche alguien hubiera reescrito sus archivos internos y olvidado cerrar los procesos abiertos. Permanecía sentada al borde de la cama, observando sus manos, preguntándose en qué momento dejaron de sentirse suyas.
En ese mundo, existían cápsulas para casi todo. Para dormir sin soñar. Para concentrarse sin dudar. Para olvidar recuerdos incómodos. Ella las conocía, las había visto funcionar en otros. Pero había algo en su interior que se resistía a ser silenciado por completo, una falla persistente que ningún sistema lograba corregir.
Cada mañana atravesaba los pasillos translúcidos del complejo, rodeada de personas que caminaban con los ojos fijos al frente, conectadas a interfaces invisibles. Nadie parecía perdido. Nadie parecía cansado. Y, sin embargo, ella sentía que caminaba bajo el agua, con cada paso más pesado que el anterior. El aire le costaba. No por falta de oxígeno, sino por exceso de pensamientos.
Su mente era un planeta hostil, con tormentas eléctricas que aparecían sin aviso. Pensamientos que no gritaban, pero erosionaban lentamente la superficie. Preguntas repetidas hasta el desgaste. Errores antiguos proyectados como hologramas una y otra vez. No había botón de apagado. Solo resistencia.
Por las noches, cuando la ciudad entraba en modo reposo y las luces bajaban su intensidad, el silencio se volvía peligroso. Sin distracciones, sin ruido externo, todo lo que había evitado durante el día emergía con fuerza gravitatoria. La sensación de estar siendo observada por algo invisible, no desde fuera, sino desde dentro. Como si una entidad antigua habitara su pecho, recordándole cada falla, cada expectativa incumplida.
En un intento por entenderse, comenzó a registrar sus estados internos como si fueran fenómenos astronómicos. Días de gravedad extrema. Noches de vacío absoluto. Momentos breves de ingravidez en los que podía respirar sin esfuerzo, reír sin calcular, existir sin defensa. Eran escasos, pero reales. Y se aferraba a ellos como a coordenadas secretas.
Descubrió que el cuerpo también hablaba en su propio idioma. Temblores leves en las manos. Mandíbula rígida. Un peso constante en el centro del pecho, como si algo presionara desde adentro buscando salir. No había herida visible. No había alarma externa. Pero el sistema estaba claramente sobrecargado.
Un día, sin planearlo, se desvió de su ruta habitual y descendió a una zona antigua de la ciudad, un sector olvidado donde la tecnología había dejado cicatrices en lugar de soluciones. Edificios oxidados, pantallas rotas, vegetación creciendo entre el metal. Allí, por primera vez en mucho tiempo, el mundo no intentaba ser perfecto. Y eso le dio un extraño consuelo.
Se sentó entre restos de cables y concreto, y dejó que el cansancio la alcanzara por completo. No lo combatió. No lo justificó. Lo dejó existir. Sintió cómo algo dentro de ella cedía, no como una derrota, sino como una rendición necesaria. Comprendió que no todo colapso es destrucción; algunos son reinicios.
A partir de entonces, empezó a cambiar pequeños protocolos. Se permitió ir más lento en un mundo que exigía velocidad. Se permitió no responder de inmediato. Se permitió no estar bien sin necesidad de explicarlo. Empezó a reconstruirse no como una máquina eficiente, sino como un organismo vivo, imperfecto, sensible.
Había días en los que el antiguo peso regresaba, como una sombra conocida. Pero ahora sabía reconocerlo. Sabía que no era el fin del mundo, solo una tormenta más en su atmósfera interna. Aprendió a refugiarse sin huir de sí misma. A quedarse, incluso cuando la tentación de desaparecer era fuerte.
Con el tiempo, algo cambió. No de manera espectacular, no como en las películas antiguas donde todo se resolvía con una revelación luminosa. Cambió de forma silenciosa, casi imperceptible. Empezó a sentirse un poco más presente en su propio cuerpo. Un poco más dueña de su respiración. Un poco menos enemiga de su mente.
Entendió que no necesitaba ser reparada, porque no estaba rota. Estaba saturada. Cansada. Sobrestimulada por un mundo que no sabía detenerse. Y que cuidarse no era un acto de debilidad, sino de inteligencia evolutiva.
Desde la ventana de su complejo orbital, la ciudad seguía brillando como siempre. Drones, luces, movimiento constante. Pero ahora ella sabía que no tenía que sincronizarse con todo. Que podía existir a su propio ritmo. Que incluso en un universo de acero y datos, lo más complejo seguía siendo aprender a habitarse sin miedo.
Y por primera vez en mucho tiempo, al apagar las luces antes de dormir, el silencio no se sintió como una amenaza, sino como un espacio seguro donde, lentamente, estaba aprendiendo a volver a casa.













