By Lauren A. Altamira
Hay despedidas que ocurren sin palabras, sin una última mirada o un gesto de adiós. Despedidas que suceden en el tiempo, en el lento desgaste de los recuerdos, en la aceptación silenciosa de que el destino ya no sigue la misma dirección. Y es ahí donde todo cambia, donde el corazón, cansado de tanto insistir, finalmente suelta.
Al principio, la culpa se enreda en el pecho como una espina invisible. Es un peso que se carga en la espalda, un murmullo constante que repite lo que pudo haber sido distinto. La mente se convierte en un juez implacable, repasando los momentos, buscando dónde empezó la grieta, dónde las palabras fueron cuchillos, dónde los silencios fueron muros infranqueables.
Es difícil aceptar que uno también cometió errores. No solo fue el otro, no solo fueron las circunstancias, no solo fue el tiempo. Fuiste tú. Fuiste tú con tus expectativas desbordadas, con tus miedos disfrazados de orgullo, con tus propias heridas que sin darte cuenta convertiste en armas. Y fuiste tú quien dejó pasar las señales, quien se aferró cuando ya era el momento de soltar, quien creyó que amar era suficiente para sostener algo que se desmoronaba desde dentro.
El proceso de entenderlo es cruel. No hay nada más doloroso que verse en el espejo de la verdad y notar que no siempre se fue la víctima, que no siempre se tuvo la razón. No hay nada más difícil que admitir que, aunque diste lo mejor de ti, tu mejor versión en aquel entonces no era suficiente, porque eras alguien incompleto, alguien que aún tenía mucho por aprender.
Con el tiempo, sin embargo, la herida deja de sangrar. No porque el dolor desaparezca de un día para otro, sino porque se aprende a convivir con él, a transformarlo en algo más. Las cicatrices se convierten en lecciones y el rencor en comprensión. Y un día, sin siquiera darte cuenta, ya no duele de la misma manera.
No hay odio. Nunca lo hubo. Solo la certeza de que fue necesario separarse para que ambos pudieran convertirse en quienes realmente debían ser. Y quizás eso sea lo más difícil de aceptar: que el amor, por más grande que haya sido, no siempre significa destino compartido. Que algunas personas llegan para enseñarte algo y luego se van. Que aferrarse a lo que una vez fue solo alarga el sufrimiento.
Desde la distancia, se le desea lo mejor. No de la boca para afuera, sino de verdad. Se espera que haya encontrado paz, que alguien más haya tomado su mano y camine a su lado con la serenidad que tú nunca pudiste ofrecer. Se anhela su felicidad, aunque no se comparta.
Pero nunca habrá amistad. No porque haya rencor, sino porque hay historias que solo pueden existir en la memoria. Porque hay vínculos que, aunque se hayan roto, no pueden transformarse en otra cosa sin perder su esencia. Porque algunos capítulos deben cerrarse sin epílogos ni notas al margen.
Y eso está bien. Aprender a querer en la distancia es una de las formas más puras de afecto. Es entender que el amor no siempre se traduce en presencia, sino en el respeto por los caminos que se eligieron. Es aceptar que, aunque nunca se olvide, tampoco es necesario volver.
En el fondo, la vida sigue. Se avanza con pasos más firmes, con la certeza de que se es alguien distinto, alguien que ya no necesita justificarse ni lamentarse. Y en la tranquilidad de una tarde cualquiera, al recordar lo que fue, no hay tristeza, solo gratitud.
Porque, aunque nunca más se crucen, aunque jamás se vuelva a escuchar su voz o a sentir su piel, aunque el mundo los haya llevado en direcciones opuestas, una parte de ti siempre deseará que el otro sea feliz.
Desde lejos. Desde donde realmente debe estar.