By Lauren A. Altamira
El viento trajo consigo el aroma metálico de la lluvia a punto de caer. Las nubes, densas y pesadas, parecían a punto de derrumbarse sobre la tierra, igual que su cuerpo se había desplomado aquella vez en la puerta de quien ya no podía llamarse su hogar.
No recordaba exactamente cuánto tiempo había pasado desde entonces. A veces le parecía que habían sido días; en otras ocasiones, una eternidad. El tiempo tiene una forma cruel de alargarse cuando lo único que se espera es una señal, una palabra, un gesto que indique que aún queda algo por salvar. Pero el silencio había sido absoluto, como si el universo entero le estuviera enseñando la lección que se negó a aprender en su momento: algunas cosas no pueden repararse.
Se preguntaba si el perdón funcionaba de la misma manera para todos. Si bastaba con arrepentirse, con lamentar cada decisión mal tomada, con desear con toda el alma que el pasado pudiera reescribirse. Pero sabía que no era así. El perdón no era un billete de vuelta a lo que una vez fue; era un salto al vacío, un acto de fe que no garantizaba un aterrizaje suave. Era entregarse, con toda la fragilidad y el miedo que eso implicaba, y confiar en que la otra persona no utilizaría esa vulnerabilidad como un arma.
No podía recordar con exactitud el momento en que todo se había roto, pero sí recordaba la sensación. Era la misma que ahora sentía en el pecho, un peso inexplicable que no desaparecía, un frío que no tenía nada que ver con el clima. Se había equivocado. Había sido cruel cuando debía haber sido paciente, distante cuando más se necesitaba su cercanía. Y cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde.
Aquel día, cuando finalmente se atrevió a llamar a la puerta, la respuesta fue el silencio. No insistió. Se quedó ahí, con la lluvia empapándole los hombros y la garganta cerrada por las palabras que nunca pudo decir. Y entendió que a veces, el perdón no es algo que se recibe. Es algo que uno aprende a darse a sí mismo.
No sabía si volverían a cruzarse algún día. Tal vez sí, tal vez no. Pero en ese momento, mientras el viento soplaba con fuerza y la primera gota de lluvia le resbalaba por la mejilla como una lágrima tibia, decidió que no iba a seguir esperando. No más noches en vela repasando los mismos recuerdos, no más preguntas sin respuesta. El pasado no podía cambiarse, pero él sí.
Se giró y comenzó a caminar, dejando atrás aquella puerta cerrada. Con cada paso, el peso en su pecho se hacía más liviano. Quizá nunca recibiría el perdón que anhelaba, pero había algo que entendía ahora: aprender a vivir con ello era, en sí mismo, una forma de redención.