by Lauren A. Altamira
Dicen que sanar es aprender a soltar.
Pero nadie te advierte que soltar también duele, que duele tanto como quedarse.
Y a veces, lo más difícil no es dejar ir al otro, sino dejar ir la versión de ti que solo existía cuando esa persona estaba cerca.
He pensado mucho en lo que significa sanar.
A veces creemos que ya lo hicimos porque ya no lloramos cada noche, o porque encontramos a alguien nuevo que dice las palabras correctas en el momento justo.
A veces creemos que ya pasó porque publicamos una foto riendo, porque dormimos sin pensar en nadie.
Pero sanar no es eso.
Sanar es cuando dejas de preguntarte si el otro te piensa.
Es cuando tu respiración ya no cambia al recordar su nombre.
Es cuando te miras al espejo y ya no ves una herida, sino un comienzo.
Escuché tantas historias de amor en mi vida que terminé creyendo que sabía cómo se sentía el amor verdadero.
Hasta que me enamoré.
Y lo supe.
El primer amor es un incendio disfrazado de amanecer.
Te quema, pero te hace creer que brillas.
Es dulce, incontrolable, vertiginoso.
Cada mirada es un latido, cada roce una promesa, cada beso una fe ciega en que nada puede salir mal.
Y por un tiempo, no sale.
Por un tiempo, el mundo parece girar solo para verlos existir.
Pero un día todo cambia.
El “nosotros” se disuelve.
Y el amor que un día fue hogar se convierte en ruina.
No sé en qué momento dejamos de ser.
Tal vez fue cuando el silencio empezó a doler más que las discusiones.
Tal vez fue cuando ya no sabías cómo mirarme sin reprocharme nada.
O cuando me di cuenta de que te había dejado entrar hasta mis heridas, pero tú solo querías curar las tuyas.
Y entonces, cuando se acaba, llega el vacío.
Ese hueco frío que te deja sin aire, donde duelen incluso los buenos recuerdos.
Es ese momento en el que entiendes que la persona que te prometió no hacerte daño ahora es solo un nombre que tratas de olvidar.
Y ahí estás tú, preguntándote si lo diste todo o si simplemente diste de más.
Yo nunca he sabido amar poco.
No sé amar con mesura ni con miedo.
Y lo aprendí a la mala.
Porque cuando amo, me entrego con cada detalle, con cada pensamiento, con cada parte de mí que a veces ni yo entiendo.
Y eso asusta.
A quien no está listo para recibir algo real, lo asusta lo que no se puede medir.
Nunca he sido de llenar vacíos con cuerpos.
No sé hacerlo.
No entendería como ese Agosto me pedías volver y decías que estabas listo y un mes después me eliminaste sin dar razón.
No sabría cómo mirar a alguien a los ojos sabiendo que no siento nada. Yo nunca le diría a alguien “quiero regresar contigo”
y dos meses después subiría una foto con alguien más solo por llenar vacíos.
Eso no soy yo.
Nunca lo fui.
Y, honestamente, me alegra no serlo.
Porque entiendo que cuando algo duele, hay que sentirlo.
Hay que enfrentarlo sin atajos.
Hay que llorar hasta que el llanto se vuelva aprendizaje.
Hay que mirar al dolor a los ojos y decirle: “de aquí también voy a salir viva.”
Hubo noches en las que lloré hasta quedarme dormida,
y mañanas en las que el silencio me pesaba más que el cuerpo.
Pero también hubo días en los que comencé a recordar quién era antes de él.
La risa volvió a sonar natural.
El café volvió a saber a calma.
Y mis manos… mis manos dejaron de buscar algo que no estaba.
Empecé a caminar sola, sin destino, solo para sentir el viento en la cara.
Me gustó.
Empecé a leer más, a escribir sin pensar en quién lo leería,
a perderme en canciones que ya no dolían,
a mirar el cielo y no pedir nada.
Y en ese proceso, sin darme cuenta, empecé a sanar.
Porque sanar no es olvidar.
Sanar es mirar el pasado sin querer volver.
Sanar es escuchar su nombre y no sentir un terremoto dentro.
Es entender que a veces no es falta de amor, sino exceso de destino.
Y que algunas historias no están hechas para durar, sino para despertar.
Hoy entiendo que amar mucho no está mal.
Que no es debilidad.
Que sentirlo todo no me hace frágil, me hace humana.
Y sí, soy intensa.
Sí, soy emocional.
Sí, soy “demasiado”.
Pero eso no es un defecto.
Eso es mi naturaleza.
He aprendido que “demasiado” solo existe en las manos equivocadas.
Y que cuando llegue quien sepa sostenerme sin miedo, entenderá que nunca fui demasiado, solo fui exacta.
Ahora me observo desde lejos y sonrío.
Porque por fin entendí que estar sola no es estar vacía.
Es estar completa.
Es mirarte y decir: “esta vez, no necesito que nadie me salve.”
Me ha tomado tiempo, pero he aprendido a disfrutar mi soledad.
A encontrar belleza en mi propia compañía.
A llenar mis días con cosas que me hacen sentir viva.
A ser la persona que necesitaba cuando todo se vino abajo.
Mis amigos, mi familia, mi arte, mi calma.
Todo eso me recuerda que no estoy sola.
Y que el amor más importante no fue el que perdí, sino el que finalmente encontré en mí.
A veces pienso en todo lo que viví.
En cómo idealicé, en cómo esperé, en cómo me olvidé de mí misma tratando de ser suficiente para alguien que nunca lo fue para sí mismo.
Y no lo hago con tristeza, sino con ternura.
Porque esa versión mía —la que creyó, la que esperó, la que se rompió— me trajo hasta aquí.
No quiero olvidar.
Quiero recordar sin dolor.
Quiero mirar atrás y decir: “gracias por lo que dolió, porque gracias a eso supe quién era.”
He escuchado muchas veces que el amor duele.
Pero ahora sé que no.
Lo que duele es amar sin reciprocidad.
Lo que duele es entregarte donde no te cuidan.
El amor, el verdadero, no te arrastra.
Te eleva.
Y algún día —no sé cuándo, ni dónde— llegará alguien que me mire y no tema quedarse.
Alguien que no me vea como demasiado, sino como todo lo que buscaba.
Pero no tengo prisa.
Porque por primera vez, no estoy esperando a nadie.
Estoy esperándome a mí.
Y si algo he aprendido de todo esto, es que no hay nada más valiente que amarse después de haber sido rota.
No hay acto más hermoso que reconstruirse sin pedir permiso.
Así que sí.
Soy sensible.
Soy demasiado.
Pero también soy libre.
Y sobre todo, soy mía.














