by Lauren A. Altamira
Hay vínculos que no necesitan definirse porque ya existen antes de que una palabra intente atraparlos. Él y yo éramos eso: un espacio que no necesitaba permiso para encenderse, una corriente que sabía exactamente hacia dónde regresar incluso cuando parecíamos avanzar en direcciones opuestas. Un año completo rodeando la misma órbita, alejándonos solo para comprobar —una y otra vez— que no sabíamos mantenernos lejos.
Lo conocí con esa mezcla desconcertante de seriedad y descaro que solo tienen ciertas personas: un rostro que parecía advertencia, un cuerpo lleno de silencios que imponían respeto y tatuajes que contaban historias que nunca me quiso explicar del todo. Tenía ese tipo de presencia que llega antes que él, que te hace enderezar la postura sin querer, que te mira como si pudiera ver más de lo que muestras. Y aun así, en el fondo, tenía una ternura escondida que se revelaba solo cuando la vida se me rompía entre las manos.
Yo tardé tiempo en admitirlo, pero él sabía leer mis silencios mejor que quien me ha acompañado toda la vida. Sabía cuándo decir lo justo y cuándo no decir nada. Sabía sostener mis emociones como si fueran cristal, incluso cuando yo misma me negaba a tocarlas. Ese contraste —su apariencia ruda que rozaba lo inaccesible y esa suavidad casi secreta que solo yo conocía— creó un universo nuevo dentro de mí. Uno que jamás había imaginado.
En un año, me ha visto llorar de formas que pensé que nadie vería. Me ha visto quebrarme sin aviso, derrumbarme en mis rincones más oscuros. Me ha visto perder el aliento por ansiedad, por miedo, por recuerdos que no sabía cerrar. Y a pesar de eso —o tal vez por eso— nunca retrocedió. Tampoco avanzó más de la cuenta. Él se quedó. Se quedó como quien entiende que no siempre hay que arreglar, que a veces basta con sostener.
También ha visto mi risa más honesta, esa que me estalla en el cuerpo sin que la pueda medir. La que me duele en las costillas, la que aparece solo cuando siento que estoy en un lugar seguro. Y con él, de alguna forma inexplicable, siempre me he sentido así. Segura. Incluso cuando no lo estaba el lograba que me sintiera así.
Lo he visto en todas sus versiones también: serio, frustrado, rendido, cansado, orgulloso, distante, tierno. Lo he visto fingir que las cosas no le afectan cuando sé que por dentro se está deshaciendo. Lo he visto querer ser fuerte para todos mientras él carga heridas que nunca dice en voz alta. Lo he visto sentarse frente al mundo con esa fachada indestructible que solo yo sé que esconde un corazón más noble del que él mismo reconoce.
No éramos pareja. No éramos amigos. O quizá éramos todo eso al mismo tiempo, pero jamás supimos decirlo sin que algo temblara.
Durante este año, él estuvo con otras personas. Yo también. Intentamos, cada uno por separado, construir algo lejos del otro. Como si necesitáramos demostrarnos que podíamos. Como si nos diera miedo admitir que no queríamos hacerlo. Pero cada historia que iniciamos con alguien más terminaba rompiéndose en los mismos lugares: no era él, no era yo. Era otra persona intentando reemplazar lo que no se podía reemplazar.
Y siempre, inevitablemente, volvíamos.
A veces yo regresaba primero. A veces él. A veces ninguno decía una palabra y aun así el camino se abría solo. Era como si una fuerza silenciosa, una de esas que no necesitan lógica, nos empujara de nuevo hacia el origen. Nunca planeado. Nunca prometido. Nunca suficiente… y aun así, siempre inevitable.
Con él descubrí que hay conexiones que no se explican. Que hay personas que te encuentran antes de que tú te encuentres a ti misma. Que existen almas que, sin ser gemelas, avanzan con un ritmo que se reconoce. Y quizá por eso, en ese vínculo extraño donde nada está claro pero todo se siente verdadero, entendí algo más profundo: porque él es el lugar donde puedo apagar mi mente.
Hubo un momento —uno de esos días donde todo pesaba más de lo que podía cargar— en el que él me abrazó sin pedir permiso. No fue un abrazo común. Fue ese tipo de abrazo que sostiene, que ancla, que ordena. Ese que hace que el mundo deje de moverse durante unos segundos. Yo, que siempre tardaba en acostumbrarme al contacto físico, que necesitaba tiempo para confiar, que levantaba murallas antes de permitir cercanía, me rendí en sus brazos sin miedo, sostuvo todas las piezas rotas.
Desde entonces, él fue mi refugio silencioso. Cuando mi cabeza encontraba tormentas nuevas, él era el lugar donde podía recostarme. Había una paz particular en apoyar mi cabeza en su hombro, como si ese pequeño gesto fuera un lenguaje que solo nosotros entendíamos. Como si ese contacto fuera la prueba de que, estuviera donde estuviera, nunca iba a estar completamente sola.
Y entre todo eso —entre los encuentros inesperados, las vueltas inevitables, las despedidas que nunca duraban, las emociones que intentábamos esconder sin éxito— surgió la idea del tatuaje. Una marca compartida. No como promesa, no como compromiso, no como símbolo de algo que no supiéramos nombrar. Era una forma de aceptar que, de cualquier forma, habíamos dejado huella en la vida del otro. Una huella real. Permanente.
Fue él quien lo sugirió primero. Yo lo pensé después. Él volvió a mencionarlo cuando menos lo esperaba. Y en cada ocasión, la propuesta tenía un calor distinto, como si ambos supiéramos que se trataba de algo simbólicamente peligroso, pero irresistible.
A veces pensaba que sus tatuajes —ese que yo admiraba con una mezcla de respeto y nervios— era una metáfora perfecta de lo que éramos. Una historia marcada sobre la piel, escrita con firmeza, con fuerza, con instantes que no desaparecen.
No sé explicar qué somos. No sé si tiene nombre. No sé si en algún momento todo esto será suficiente para convertirnos en algo que dure más que este ir y venir que parece eterno. Pero sé lo que siento cuando lo miro. Sé lo que mi cuerpo dice cuando está cerca. Sé lo que mi mente calla cuando se aleja.
Sé que nuestra conexión es tan fuerte como nuestras diferencias. Sé que pensamos igual en cosas esenciales y chocamos en todo lo demás. Sé que somos fuego y aire intentando no destruirse, pero también intentando no apagarse.
Sé que no sabemos estar lejos.
Y quizá ese es el principio de todo, o la advertencia más grande. Pero por ahora, mientras el mundo se acomoda y nosotros también, mientras la vida decide el siguiente capítulo, mientras seguimos creciendo por separado y juntos a la vez, hay algo que permanece intacto:
Él y yo siempre regresamos.
Desde el primer día.
Desde antes de entenderlo.
Y aunque no sé en qué terminará esta historia, sé que él fue —y sigue siendo— la única persona con la que jamás he necesitado una definición para sentir que pertenezco.
Porque algunas conexiones, simplemente, no se buscan.
Se encuentran.
Se reconocen.
Se quedan.














