El administrador ordenó a los peones abrir el portón de la hacienda. A lo lejos se levantaba una nube de tierra y polvo. El carruaje tirado por cuatro caballos avanzó rápidamente. En la casa principal todo estaba listo. La habitación más grande –la del general- fue arreglada de luces para tan importante ocasión.
Nadie sabía a ciencia cierta quién venía a bordo del coche, pero no quedaba lugar a dudas de su importancia. El general Manuel González se había encargado de supervisar hasta el último detalle. Tuvo que alzar ligeramente su vestido para descender del carruaje, lo suficiente para mostrar su firme y bien torneada pantorrilla y el pie, delicadamente arqueado, que lucía tentador con la zapatilla que mostraba su desnudez dejándolo entrever sutilmente.
El administrador, el caporal y algunos peones quedaron sorprendidos ante la sensualidad de la joven mujer. No pudieron evitar los pensamientos pecaminosos. Sus ojos brillaban con intensidad. Miraba con inocente coquetería. La piel blanca y suave que asomaba discretamente en sus senos firmes, incitaba a la más desenfrenada pasión. Su caminar era seguido por el aroma de su cuerpo perfecto que llenaba el espacio. Era una mujer que hubiera hecho pecar a toda la corte celestial.
Con el sol cayendo en el horizonte, la misteriosa dama apenas pudo percatarse de la belleza de la hacienda de Chapingo, su nueva morada. La casa principal al más puro estilo clásico, había sido remodelada por instrucciones del general. Su dueño no escatimó en gastos y compró tres arbotantes eléctricos que funcionaban con un dinamo e iluminaban la entrada principal de la casa –cuando la electricidad apenas comenzaba a utilizarse en las principales ciudades del país.
El color de la fachada seguramente evocó en la atractiva mujer su vida en Europa. Era verde brillante –según dictaban los cánones de la moda arquitectónica en el viejo mundo-, mandado traer por instrucciones del conocido arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien estaba a cargo de la remodelación y decoración interior de la casa. La seductora mujer entró sin decir palabra y fue conducida a la recámara del general. Tenía a su disposición todas las comodidades y podía permanecer en ella sin inmutarse; en el interior había bandejas con fruta, bocadillos, jarras de agua, pulque y vino.
Bastaba el toque de una pequeña campana para que los sirvientes recogieran las sobras y unas horas después regresaran con nuevas viandas. No necesitaba salir de la habitación, su única encomienda era esperar a su amante, don Manuel González, el presidente de la república (1880-1884).
“Se sobreponía en él –escribió Justo Sierra- no sé qué espíritu de aventura y de conquista que llevaba incorporado en su sangre española y que se había fomentado en más de veinte años de incesante brega militar en que había derrochado su sangre y su bravura. El general González es un ejemplar de atavismo: así debieron ser los compañeros de Cortés; física y moralmente así. De temple heroico, capaces de altas acciones y de concupiscencias soberbias, lo que habían conquistado era suyo y se erizaban altivos y sañudos ante el monarca, para disputar su derecho y el precio de su sangre. El presidente creía haber conquistado a ese precio, en los campos de Tecoac, el puesto en que se hallaba; era suyo y lo explotaba a su guisa”.
Decían las malas lenguas que, a raíz de la pérdida de su brazo en 1867 durante la contraofensiva final contra el II imperio francés, González había desarrollado un desenfrenado apetito sexual, y para calmar sus pasiones mandó construir en Palacio Nacional una habitación contigua al jardín, con una puerta secreta que daba a la calle por donde desfilaban decenas de mujeres dispuestas a entregarse al juego del poder, la seducción y el sexo. “El paso de Venus”, le llamaban.
Con el tiempo, sin embargo, el general ya no encontró satisfacción entre las mujeres mexicanas. Escuchó entonces una historia que parecía surgida de la mitología antigua. Se hablaba de unas mujeres que habitaban en Circasia, en la región caucásica de Rusia, que transpiraban pasión y sensualidad y cuya mayor virtud era la magia sexual que poseían. Nada había comparable en el mundo a una noche de pasión con una circasiana.
El máximo placer jamás imaginado corría por las yemas de sus dedos, por su curveada cintura, por sus senos bien formados y caderas angostas por su aroma convertido en bálsamo de amor.
Ni tardo ni perezoso, don Manuel hizo los arreglos convenientes, envió por una de aquellas míticas mujeres y puso la hacienda de Chapingo a su entera disposición.
Durante algún tiempo la misteriosa dama, a quien todos conocían como “la Circasiana”, fue ama y señora de la hacienda. Se paseaba por sus jardines, caminaba por los corredores, era como una visión dentro de la hacienda, como un fantasma. Nadie se acercaba a ella y siempre dejaba a su paso una estela de misterio. Cuando la visitaba el general, el tiempo y su vida, dejaban de tener sentido.
Tal fue su fascinación por aquella mujer, que el general ordenó la construcción de una fuente morisca conocida con el tiempo como “las Circasianas”, para dejar testimonio de que en sus brazos llegó a conocer la gloria. Los últimos meses de su presidencia, no había fin de semana en que el general no se presentara en Chapingo para distraerse de sus ocupaciones.
Divorciado y vuelto a casar, dejaba a su nueva esposa en la ciudad de México y marchaba a su hacienda como lo hacía en los campos de batalla, para coronar la última de sus conquistas. Con el tiempo no volvió a saberse de la Circasiana; desapareció como había llegado, cubierta entre el velo del misterio; algunas voces contaban que había muerto de tristeza cuando el general dejó de visitarla. Otras, señalan que un día salió de la hacienda y se embarcó sin rumbo fijo, jamás volvió a saberse de ella.