by Lauren A. Altamira
El aire en Brendarh había cambiado. No era viento lo que rozaba la piel, sino una vibración profunda, como si cada molécula estuviera temblando ante lo que Arhlia había hecho. El portal sobre ellos permanecía abierto, derramando una luz que no era ni de sol ni de luna, sino de un mundo que no debería existir.
Cael yacía sobre las rocas flotantes, la sangre filtrándose entre grietas que parecían beberla con avidez. Arhlia, con el cuerpo cubierto de polvo y las manos todavía ardiendo, lo arrastró lejos de los restos del Templo Oscilante. El cielo no dejaba de mirarla. Las formas que asomaban en el portal tampoco.
El cuarto fragmento latía dentro de la espada incompleta. Cada pulsación le arrancaba un pensamiento, un recuerdo, reemplazándolo por imágenes de ciudades en llamas, ejércitos arrodillados, dioses que pronunciaban su nombre con reverencia… y miedo.
El Círinth tenía razón. La espada ya había elegido.
Cael abrió los ojos apenas. No había fuerza en ellos, pero sí un brillo persistente.
—Aún puedes detenerlo —susurró, y esa voz, rota y áspera, se aferró a ella más que cualquier juramento.
Pero detenerlo significaba abandonar la única posibilidad de que el mundo dejara de temerle. Y eso… eso dolía más que cualquier herida.
El portal rugió.
De él descendieron figuras sin carne, envueltas en armaduras forjadas con hueso de leviatán y piel de titán. Los Guardianes Muertos. Seres que habían protegido Mecdra antes de que la corrupción los consumiera. Ahora no protegían nada. Ahora cazaban.
Arhlia no pensó. El instinto la tomó.
La tierra se abrió bajo sus pies, raíces vivas alzándose para formar un muro. Los árboles cercanos, con savia negra corriendo por sus venas, se retorcieron para atacar a los invasores. Incluso el polvo se levantó como un enjambre de cuchillas.
Pero no luchaban por ella. Luchaban porque la espada se los ordenaba.
—¡Basta! —gritó, y el mundo obedeció… solo por un instante.
Uno de los Guardianes atravesó la barrera y se lanzó hacia Cael. Arhlia se interpuso, el filo del enemigo apenas a centímetros de su rostro. La espada respondió, extendiendo una hoja de energía que lo partió en dos, pero esa descarga… no era suya. Era un préstamo. Y las deudas con Mecdra siempre se cobraban con interés.
Cael volvió a toser sangre.
—Si me pierdes, no será por ellos —dijo con un hilo de voz—. Será por ti.
Esas palabras le perforaron el pecho.
El combate se volvió un borrón de luz y sombra. Arhlia ya no diferenciaba si gritaba de dolor o de furia. Cada vez que la espada bebía sangre, su cuerpo se volvía más ligero, pero su mente… más ajena.
Cuando el último Guardián cayó, el silencio fue absoluto. El portal aún brillaba, pero algo más se movía en su interior: una sombra colosal, de alas que podían cubrir continentes y ojos que derramaban fuego líquido.
El verdadero dueño de la espada.
Arhlia sintió un impulso imposible de resistir: saltar hacia el portal, entregarse, recibir el último fragmento… y acabar lo que había comenzado.
Cael, con sus últimas fuerzas, le tomó la muñeca.
—Si cruzas… ya no volverás.
Ella no respondió. No podía.
La espada vibró. El cielo se dobló sobre sí mismo. Y en el horizonte, ciudades enteras comenzaron a encenderse como antorchas, una tras otra, no por fuego, sino por el simple hecho de que Mecdra despertaba.
Arhlia apretó los dientes. No podía soltar la espada. No quería. Y ese era el verdadero terror.
Porque tal vez, en el fondo, la maldición no era que la espada la reclamara…
Sino que ella ya la había aceptado.