by Lauren A. Altamira
El valle de Errovan se extendía como una herida abierta en la piel del continente. Arhlia lo observó desde lo alto de la colina donde acampó, con el segundo fragmento de la espada aún palpitando bajo su capa. La tierra aquí hablaba en susurros de guerra, y aunque los árboles aún crecían erguidos, sus hojas eran negras como carbón quemado. El tercer fragmento descansaba, según las leyendas, en lo profundo del Umbral de Aerithel, una ciudad que había sido tragada por la tierra siglos atrás, maldita por el pacto roto entre humanos y las bestias mágicas.
Arhlia descendió con cuidado, su capa recogiendo el rocío gris del suelo. Los Tuaril —pequeñas criaturas transparentes como el cristal que se comunicaban por pulsos de luz— revoloteaban cerca, intentando advertirle algo que ella no alcanzaba a comprender. Su magia, aunque afinada con la práctica, seguía rechinando contra los restos del hechizo que la obligaba a ocultarse. Sabía que los fragmentos la estaban cambiando. Lo sentía bajo la piel, en la forma en que su sombra se alargaba cuando no había sol.
Cuando llegó al borde de la antigua Aerithel, se encontró con él.
Estaba de pie frente a la gran fisura que partía la tierra como una boca abierta. Su cabello era plateado como el reflejo del sol sobre el hielo, su armadura hecha de una mezcla de huesos y raíces vivas. No era humano. No del todo. Sus ojos, del color del musgo mojado, la miraron con una mezcla de reconocimiento y advertencia.
—No deberías estar aquí —murmuró él, sin mover los labios.
Fue su mente la que habló, y la de ella la que escuchó.
Arhlia se tensó. Pero no huyó.
Él se presentó como Cael, guardián de las puertas selladas, un ser creado por los ancestros de Mecdra para proteger los fragmentos restantes de la espada. Él no vivía, pero tampoco moría. Había estado solo durante tanto tiempo que su voz mental temblaba por momentos como una vela en viento frío.
Y sin embargo, desde la primera noche que compartieron cerca del fuego que Cael encendía sin leña, Arhlia sintió algo distinto. Su magia no la temía. Sus ojos no la juzgaban. Cuando dormía, soñaba con ella. Y cuando ella soñaba, él aparecía sin que ella lo invocara.
Los días en el Umbral eran ajenos al tiempo. Cael le habló de la maldición de la Espada: todo aquel que poseyera sus fragmentos podía unirlos, sí, pero al hacerlo, el alma misma del portador sería el último sacrificio necesario para desatar su poder total. El planeta no necesitaba un portador; necesitaba un ancla. Un sacrificio.
Ella debería haber huido al saberlo. Pero no lo hizo.
La búsqueda los llevó al Templo Inverso, un edificio que colgaba boca abajo bajo la tierra, sostenido por raíces centenarias que latían como venas. Allí, entre las ruinas cubiertas de musgo, enfrentaron a los Nihgar, espectros que susurraban dudas, usando las voces de quienes habías perdido. Arhlia escuchó a su madre. A su hermana. A sí misma, de niña, llorando porque no podía tocar sin marchitar. Cael los protegió, su cuerpo brillando con runas antiguas cada vez que uno de los espectros intentaba rozarla.
Y fue entonces, en el corazón de la cámara sagrada, donde el tercer fragmento se reveló.
No estaba oculto. Flotaba, suspendido en el aire sobre un pedestal roto, como si esperara a Arhlia. Cuando lo tocó, una onda la recorrió. Vio imágenes. Un futuro que no entendía. Una torre oscura que no recordaba haber visto. Y luego, Cael… muriendo por ella.
—¿Qué viste? —preguntó él, aunque la respuesta ya la conocía.
Ella no respondió. No podía. Su corazón era una mezcla de deseo y miedo, y por primera vez, supo que su historia tenía una bifurcación: seguir hasta el final y perderlo, o renunciar y perderse a sí misma.
Pero el fragmento la eligió.
La tierra tembló. El templo comenzó a colapsar. Cael la abrazó sin tocarla, su energía protegiéndola mientras las raíces caían como látigos enloquecidos.
Lograron salir a la superficie, cubiertos de polvo y sudor. Arhlia respiró hondo, sintiendo que su pecho era una jaula demasiado pequeña para el alma que intentaba liberarse. Cael la miró, y por primera vez, sonrió. Fue una sonrisa rota, como de alguien que sabía lo que venía después.
—El siguiente fragmento está más allá del Desfiladero de los Caídos —dijo.
—¿Y tú vendrás conmigo?
Cael no respondió. Pero cuando comenzaron a caminar, su sombra se fundió con la de ella.
Esa noche, mientras Arhlia dormía, soñó con una decisión. En una de sus manos estaba la espada completa. En la otra, la piel cálida de Cael.
Y el viento le dijo que no podría tener ambas cosas.