By Lauren A. Altamira
En un rincón escondido del mundo, donde los ríos brillaban con luz propia y las nubes flotaban tan bajo que podías acariciarlas con la punta de los dedos, vivía un pequeño ser llamado Elio. No era un niño, no era un animal, no era un hada ni un duende. Era simplemente… Elio, una criatura hecha de luz tenue y polvo de estrellas, con ojos del color del invierno que está por rendirse ante la primavera.
Su casa era un nido de ramas trenzadas y musgo que se alzaba sobre un árbol milenario, tan alto que rozaba los primeros hilos de la aurora. Las ventanas eran de cristal de luna, empañadas por los suspiros de los sueños que Elio ya no recordaba. Despertó un día, sin saber desde cuándo vivía allí, con una nota a su lado que decía: “Vuelve cuando quieras ser tú”.
Al principio, la soledad era como una manta tibia. Le permitía escuchar los secretos del viento, leer las historias ocultas en las alas de las mariposas. Pero con el tiempo, esa manta se transformó en una capa que pesaba demasiado. Elio llenaba sus días hablando con los hongos que brillaban en la oscuridad, coleccionando gotas de lluvia en frascos de cristal, y dibujando rostros en la niebla. Se había vuelto experto en llenar vacíos con fantasías, pero cada día se sentía más lejano a quien alguna vez había sido.
Un día, mientras recolectaba piedras cantoras en la orilla del Río de los Recuerdos, encontró a una criatura alada atrapada entre zarzas encantadas. Tenía plumas negras como el cielo antes de una tormenta de estrellas, y un ala doblada que emitía destellos tristes. Elio la llevó a casa, con manos temblorosas de un sentimiento olvidado: la necesidad de cuidar algo más frágil que uno mismo.
La llamó Lira. No porque ella se lo dijera, sino porque su presencia era música sin sonido. Lira no hablaba, pero sus ojos brillaban como si pudieran leer el alma de Elio. Con ella, Elio volvió a hablar de cosas que parecían enterradas en un pozo sin fondo: sus sueños antiguos, sus miedos secretos, los colores que a veces veía en sus sueños que no existían en ningún lugar conocido.
Día tras día, mientras curaba el ala de Lira con polvo de helecho dorado y canciones susurradas al amanecer, también se sanaba a sí mismo. Volvió a plantar flores que bailaban con el sol, a pintar en las piedras rostros sonrientes, a construir un columpio hecho de nubes bajas para ver las estrellas desde más cerca. Y cuando Lira finalmente desplegó sus alas y surcó el cielo como un cometa negro, Elio sintió algo nuevo: gratitud por haber sentido de nuevo.
Los días sin Lira eran diferentes. El silencio había cambiado de forma. Ya no era abismo, sino eco. Pero la soledad, como una vieja hechicera, regresó disfrazada de rutina. Esta vez, Elio quiso luchar contra ella. Intentó atraer a los zorros danzarines del Bosque de los Latidos, llamar a los peces luminiscentes del Lago del Murmullo, incluso compartió cuentos con las piedras dormidas. Pero todo seguía quieto.
Un atardecer, mientras ordenaba objetos olvidados en el desván de su casa-árbol, encontró un espejo hecho de hielo encantado. Al mirarse, Elio vio algo más que su reflejo. Vio las partes de sí mismo que había encerrado en jaulas de miedo: su risa traviesa, su capacidad de asombro, su corazón dispuesto a confiar. Comprendió que la soledad no lo había cambiado por completo, pero había silenciado su esencia.
Guiado por una chispa que Lira había encendido en él, Elio decidió partir. No sabía adónde, pero sabía que debía hacerlo. Cruzó montes que respiraban lento, vadeó ríos que hablaban en susurros de espuma, trepó a lomos de nubes errantes. Saludaba a cada ser, desde los ratones astrales hasta los ciempiés sabios, aunque a veces solo recibiera una mirada curiosa o un silencio compartido.
En su camino, encontró a otros. Una liebre que usaba gafas porque ya no quería ver la indiferencia, una tortuga que hablaba rápido porque temía que nadie la escuchara, un zorro invisible que solo quería ser visto por alguien especial. Todos llevaban su soledad como una capa invisible, pero al cruzar miradas, se reconocían. Y al reconocerse, algo en ellos se encendía.
Elio no regresó a su hogar porque comprendió que el hogar no siempre es un lugar físico. Es un latido compartido, una historia escuchada, una mirada cómplice. No volvió a ser el mismo, pero por primera vez en mucho tiempo, no deseaba volver a ser quien fue. Aprendió que la soledad puede ser un bosque encantado que te transforma, pero que salir de él requiere valor y un poco de magia.
Y aunque la historia de Elio no tiene un final, sí deja un destello: tal vez, allá afuera, también haya criaturas como él, buscando sanar sus alas, esperando que alguien las mire y diga, sin palabras: “No estás solo”.
Quizá, mientras lees esto, un poco de esa magia también se despierte en ti.