He estado dándole vueltas a cómo pesa haberte perdido —aquel gesto que fue dejarte, soltarte, abrir la mano y comprobar que el vacío no se cierra solo—. Me pregunto a veces si lo que me duele es tu ausencia o si lo que me asusta de verdad es la soledad que vino contigo. Y hay días en que confieso, sin teatralidad, que la soledad tiene un hueco que casi amo; un hueco necesario que me mira a los ojos y me reta a enfrentarlo por fin.
He pensado que no sé estar sola de la manera que importa: no sé habitar mi propio silencio sin echarme a buscar calor en otras pieles. He saltado de persona en persona como quien cruza habitaciones en una casa vacía buscando una luz que no existe; me abracé a otros rostros porque, desde que te dije vete, algo en mí quedó amordazado y no me deja sentir en plenitud. Lo admito: creí que partir era valentía, y fue, pero también fue el origen de mi anestesia.
He pensado que nunca fuimos exactamente lo que imaginamos. Que yo no te di lo que tenía que darte y tú, con la ingenuidad de quien ofrece lo que tiene a mano, creíste que me dabas lo que necesitaba. En realidad, me estabas retirando piezas que yo aún anhelaba: calma, rumbo, la promesa de un sitio donde regresar. Me diste atajos cuando yo pedía mapas.
He hecho daño en mi tránsito. He sido capaz de encender el deseo de otros con sonrisas que no siempre venían del corazón; muchos sintieron que entre nosotros podía nacer algo y se ilusionaron. Y yo, que no sabía llorar desde que te dejé ir, seguí recibiendo miradas, abrazos, voces que intentaban rellenar lo que se quedó hueco. Pensar en eso me lastima: hice que otros persiguieran una versión mía que yo misma no alcanzaba a sostener.
Tomé la decisión de dejarte porque, en aquel momento, creí con todo mi cuerpo que lo nuestro no tenía futuro. Lo vi con claridad fría: dos niños con piezas rotas intentando ensamblar el mundo del otro. Pero el mundo de cada quien debe existir primero por sí mismo; cada uno tiene su universo para cuidar, sus herramientas para dar, y la salud de un amor también pasa por dar desde lo más puro y equilibrado que uno tenga.
A veces todo parece no tener sentido. Otras, cada error, cada silencio, cada despedida hace una geometría nueva que permite ver de lejos la forma de lo que aprendí. Y lo que sí tiene sentido —lo único claro en este ruido— es pensar que necesito estar sola. Necesito centrarme, desandar la costumbre de depender del eco del otro, marcharme de aquí si hace falta, avanzar sin que tu sombra marque mi paso.
Me dolió verte con alguien más; una punzada aguda, una certeza de pérdida. Pero al mismo tiempo comprendo algo que me salva: que fuiste tú quien, sin proponérselo, me obligó a cerrar esa etapa. Y por eso, en la paradoja, te agradezco. Si permanecías en mi vida, quizás no hubiera tenido el empujón para enfrentar lo que me negaba sola. Me empujaste a aprender a soltarme.
Por eso he decidido —y lo pienso como quien planta una bandera en su propio mapa—: no estaré con nadie hasta que pueda dar todo lo que una persona merece. No por castigo, ni por orgullo. Sino por honestidad. Porque ya no quiero repartir migajas de mí ni coleccionar espejos que me reflejen a medias. Quiero llegar completa, o no llegar.
He estado pensando mucho. Me he permitido ese pensar como quien lava las heridas con paciencia. Y en ese pensar me prometí que mi próximo abrazo será dado con todo lo que he aprendido, con la transparencia de quien ya no huye de sí misma. Hasta entonces, aprendo a ser mi propia casa.