By Lauren A. Altamira
Hay un borde invisible que nunca se cruza del todo. Un filo delgado como el de un papel recién cortado, que no sangra pero duele igual. Ahí, justo en el límite de lo que podría ser, habita el miedo. No es un miedo que grite ni que empuje. Es un susurro constante, una voz suave y persistente que repite las mismas advertencias: “No te expongas. No te acerques demasiado. No permitas que te toquen donde el eco de las heridas todavía duele.”
El miedo a conocer a alguien es como caminar sobre hielo frágil. Cada paso parece un peligro, cada mirada una posible fisura. No importa si el hielo parece sólido o si la superficie refleja un cielo sin nubes. Hay una certeza irracional de que, bajo tus pies, el abismo aguarda. Y no es un abismo lleno de vacío; es un lugar saturado de recuerdos, de caídas pasadas, de palabras que no pudiste borrar y de promesas que otros dejaron a medio construir.
Es curioso cómo funciona el corazón. Late, incesantemente, como si no supiera descansar, pero cuando el miedo se instala, parece que su latido se vuelve tímido, torpe, inseguro. Quieres avanzar, quieres sentir, pero es como si el cuerpo entero se rebelara contra la idea. “¿Y si vuelve a doler?”, pregunta una parte de ti. Y no tienes una respuesta que consuele.
Abrirse al otro es desvestirse más allá de lo físico. Es desatar los nudos de tu interior y colocar cada hebra frente a alguien más, esperando que no las rompa. Pero, ¿qué pasa si las rompe? ¿Qué pasa si toman cada fragmento que muestras y lo miran con desdén? Esa posibilidad pesa como una cadena invisible. Quieres creer en lo opuesto, en la ternura, en la reciprocidad, pero el miedo no negocia con esperanzas. Solo te recuerda las veces que quisiste volar y terminaste cayendo.
El miedo a enamorarse es diferente al miedo a otras cosas. No es como temer al fracaso o a la pérdida; es más íntimo, más visceral. Es un reflejo que se enciende cuando alguien cruza la línea de lo superficial y comienza a ver más allá. Porque enamorarse no es solo admirar; es permitir que alguien tenga acceso a tus sombras, a tus dudas, a las partes de ti que prefieres esconder. ¿Y si no le gusta lo que ve? ¿Y si encuentra tus cicatrices demasiado profundas, tus miedos demasiado infantiles, tus sueños demasiado ridículos?
La paradoja es cruel. Quieres ser amado de manera absoluta, pero temes que al mostrarte completo, la luz que buscas se apague. Y así, te quedas atrapado en un limbo emocional, queriendo avanzar pero sin atreverte a mover un pie.
El miedo también tiene un peso físico. Lo sientes en el pecho, como si la piel se tensara y los pulmones olvidaran cómo expandirse del todo. Se manifiesta en los silencios incómodos, en los mensajes que borras antes de enviar, en las miradas que esquivas cuando sientes que alguien intenta verte de verdad. Es una armadura invisible que parece protegerte, pero que en realidad te encierra.
Y, sin embargo, en medio de todo este caos interno, hay un susurro diferente. No es fuerte, pero está ahí, insistiendo. Te recuerda que no siempre has tenido miedo. Hubo un tiempo en el que entregarte no parecía una amenaza, en el que el amor, aunque imperfecto, no se sentía como un riesgo mortal. Ese susurro te impulsa, te reta, pero no es suficiente para derribar las murallas que has construido con tanto cuidado.
El miedo a abrirte al cien por ciento es una contradicción en sí misma. Quieres ser transparente, pero temes ser visto. Quieres compartir tus pensamientos más profundos, pero temes que los malinterpreten o, peor aún, que los ignoren. Te conviertes en un funámbulo emocional, tratando de equilibrarte entre lo que deseas y lo que temes. Cada paso hacia adelante parece una victoria, pero también un riesgo. ¿Hasta dónde puedes llegar sin caer?
Y, sin embargo, hay momentos en los que el miedo parece ceder, aunque sea por un instante. Es en las pequeñas cosas: una risa compartida, una mirada que parece entenderte sin palabras, un roce que no se siente como una invasión, sino como una promesa. En esos momentos, te preguntas si valdría la pena arriesgarte, si tal vez el miedo no es tan invencible como parece. Pero entonces, como un reflejo, vuelves a cerrarte. Porque el miedo, aunque doloroso, es también familiar. Es una zona de comfort distorsionada, pero comfort al fin.
El miedo a amar y ser amado se alimenta de historias pasadas. Se aferra a las veces que te rompieron, a las veces que rompiste a alguien más. Te recuerda los errores, las palabras dichas en el calor del momento, las despedidas que no viste venir. Es un guardián cruel, que justifica su existencia con un único argumento: “Te estoy protegiendo.”
Pero, ¿protegerte de qué? ¿Del dolor? ¿De la pérdida? ¿O de la posibilidad de ser verdaderamente feliz? Es una pregunta que no quieres responder, porque hacerlo implicaría enfrentarte al hecho de que tal vez, solo tal vez, el miedo no tiene tanto poder como crees.
Y así, el ciclo continúa. Quieres conectar, pero no puedes. Quieres sentirte visto, pero temes ser juzgado. Quieres amar, pero temes que el amor no sea suficiente. Es una lucha constante entre lo que anhelas y lo que temes, un tira y afloja emocional que te deja agotado, pero también vivo.
El miedo al amor, a conocerte y a dejar que alguien te conozca, es una batalla que libras todos los días. A veces ganas, a veces pierdes. Pero en el fondo, sabes que el miedo no es el enemigo. Es solo una parte de ti, una parte que quiere protegerte, pero que también necesita ser desafiada.
Quizás, algún día, te atrevas a dar el salto. Quizás, algún día, el miedo se convierta en un aliado en lugar de un obstáculo. Hasta entonces, sigues caminando sobre el hielo, sintiendo las fisuras bajo tus pies, pero sin detenerte del todo. Porque, aunque el miedo sea fuerte, tu deseo de ser amado, de conectar, de sentirte vivo, es más fuerte aún.
Y eso, al final, es lo que te mantiene avanzando, un paso a la vez, hacia el borde de lo desconocido.