by Lauren A. Altamira
Siempre fui buena para esconder cosas. Aprendí temprano. No a mentir, no a fingir—eso es más complejo—pero sí a no mostrar lo que dolía. A esconder los temblores de la voz, a responder con un “todo bien” cuando por dentro me hacía un nudo, a no llorar cuando los gritos se volvieron parte de la rutina, como el café de la mañana o los ruidos del tráfico. Aprendí, porque lo necesitaba. Porque si mostraba, aunque fuera un poco, me arriesgaba a que fuera peor.
Y era peor.
Con él, siempre lo era.
A veces pienso en cómo me hablaba. No por las palabras en sí, sino por el tono. Esa mezcla entre decepción y desprecio que usaba sin siquiera alzar la voz. Como si yo le debiera algo que nunca logré entender. Como si mi sola existencia le recordara un error que nunca cometí. Era su forma de mirarme lo que más dolía. Esa forma de ver a través de mí, como si no estuviera realmente ahí, como si estuviera ocupando el espacio de alguien más. Alguien mejor. Alguien como ella.
Ella. La hija perfecta.
No lo digo con envidia. No es su culpa. Es amable, dulce, y hasta intenta acercarse a veces. Pero eso no cambia el hecho de que ella es la que sí es suficiente. La que recibe las sonrisas genuinas. Las bromas suaves. Los abrazos que a mí me fueron negados. Es con ella con quien él ríe, con quien se detiene a escuchar, con quien presume sus logros aunque no sean distintos a los míos. Es como si su corazón solo tuviera espacio para una hija, y yo me hubiera quedado con el lugar equivocado.
A mí me toca soportar los silencios largos y densos. Las críticas disfrazadas de consejos. Las comparaciones que lanza sin piedad. Las veces que me interrumpe a la mitad de una frase para corregirme el tono, para decirme que no sea tan sensible, que no haga tanto drama. Y no entiende—nunca ha entendido—que no es drama, es dolor.
Un dolor que viene acumulándose desde hace años.
Desde las tareas que hice con esmero pero no fueron suficientes.
Desde los días que esperé verlo llegar con orgullo a una presentación, a una entrega de diploma, a cualquier cosa que me importara. Y si llegó, fue para señalar lo que pudo estar mejor.
Desde que fui creciendo y me fui apagando, poco a poco, como una vela sin oxígeno. Porque llega un momento en que entiendes que no importa cuánto te esfuerces: no serás suficiente.
Y aún así, lo intento.
Porque siempre hay una parte que espera.
Una parte rota, diminuta, que sigue deseando que un día se voltee, me mire como a ella y diga algo distinto. Que me diga que está orgulloso. Que fui lo que él esperaba. Que no tengo que competir. Pero no lo dice. Nunca lo ha dicho. Y a estas alturas, ya no sé si lo espero por costumbre o porque todavía me aferro a una ilusión imposible.
He llorado tantas veces por él. En silencio. En la ducha. En las madrugadas donde el insomnio me recuerda cada palabra que me arrojó sin pensarlo. Y también en esos días donde estoy bien, realmente bien, y aun así escucho su voz en mi cabeza diciéndome que me falta, que no llega, que no soy.
Porque no soy como ella.
Porque no seré como él quiere.
Y tal vez ya no quiero serlo.
Tal vez ya no tengo energía para seguir moldeándome para encajar en una expectativa que ni siquiera me fue explicada. Porque cuando te enseñan que el amor de un padre se gana, no se da, uno pasa la vida intentando pagar por algo que no tiene precio. Y a veces te quedas en bancarrota emocional. Sin amor propio, sin rumbo, con una autoestima hecha trizas.
Hay días donde quiero enfrentarlo. Decirle todo lo que guardo. Preguntarle por qué. Gritarle que me ha lastimado más veces de las que él podría contar. Pero luego lo veo. Con su rostro impasible, con su forma de desviar la atención, con su superioridad hueca… y entiendo que no valdría la pena. Que no escucharía. Que negaría cada cosa. Que me diría que exagero. Que siempre fue justo. Que si me sentí mal, fue problema mío.
Y entonces respiro.
Contengo las lágrimas.
Y hago lo que siempre he hecho.
Me lo guardo.
Pero ya no por miedo. No por sumisión. Me lo guardo porque entendí que lo que él no puede dar, no define lo que valgo. Que su amor limitado no es una medida real de quién soy. Que su favoritismo no es prueba de mi inferioridad, sino de su incapacidad de mirar más allá de sus propios prejuicios.
Y aunque aún duele, aunque aún quema, ya no me destruye.
Porque he empezado a hablarme distinto.
He empezado a mirarme con los ojos que él nunca usó.
He empezado a reconstruirme desde adentro.
Y en ese proceso silencioso, en esa rebelión silenciosa, tal vez no encuentre justicia…
Pero sí encuentro paz.
Y eso, para mí, es un comienzo, porque sé que tú me estás haciendo sentir como tú madre te hace sentir a ti.