Es curioso cómo algunas semillas nunca llegan a germinar, cómo algunas plantas, por más que las cuides, simplemente no florecen. Pasé mucho tiempo con las manos en la tierra, esperando. La tierra era fértil, o al menos eso pensaba yo. Cada día me inclinaba hacia ese pequeño rincón de mi jardín, observando el suelo, esperanzado de que algún brote asomara su cabeza hacia la luz. No era una espera angustiosa, más bien era una de esas esperas llenas de ilusión, donde los días pasan entre la expectativa y la paciencia. Yo regaba, cuidaba, hablaba con esa semilla que nunca respondía.
No puedo decir que nunca vi señales. A veces, muy de vez en cuando, parecía que algo se movía bajo la superficie. Quizá fue el viento o mi propio deseo de creer que esa semilla tenía vida dentro. Pero la tierra, en su silencio, no me dio respuestas claras. Y yo, como cualquier jardinero novato, decidí seguir cuidando ese espacio, porque a veces la vida tarda en mostrarse.
El sol salía y se ponía, las estaciones cambiaban, y aunque otras plantas crecían a mi alrededor, mis ojos siempre regresaban a ese lugar. No era que no hubiera vida en otros rincones del jardín. De hecho, flores de otros colores y tamaños comenzaban a aparecer. Sin embargo, algo en mí seguía volviendo a esa parcela, a esa pequeña porción de tierra que nunca entregó lo que esperaba. No podía evitarlo. Era como si hubiera algo en esa semilla, algo especial que me hacía pensar que, si alguna vez decidía florecer, su belleza sería incomparable a todo lo demás.
Y, sin embargo, la espera se alargaba. Llegó un momento en que tuve que aceptar que tal vez esa semilla no estaba destinada a florecer en mi jardín, al menos no en el tiempo que yo esperaba. Tal vez las condiciones no eran las correctas. Tal vez el clima no le favorecía, o tal vez simplemente no era su momento. El jardín, al fin y al cabo, tiene su propio ciclo, y hay plantas que nunca llegan a mostrarse, sin importar cuánto desees verlas crecer.
Me dolió, aunque no lo mostrara. Cada mañana, cuando recorría el jardín, evitaba ese lugar con una mezcla de resignación y ternura. Ya no esperaba un brote, pero tampoco podía arrancar la semilla de la tierra. No me nacía hacerlo. A veces, incluso las cosas que no prosperan dejan una huella, y esa parcela, vacía como estaba, se había convertido en un recuerdo de lo que pudo ser. A pesar de que no hubo flores, hubo algo más, algo intangible, que me hacía sentir que mi espera no había sido en vano.
La lluvia cayó muchas veces, y con cada tormenta, pensaba que quizás esa sería la que despertaría la vida. Pero el agua se filtraba en la tierra y se iba, como si esa semilla no quisiera aprovecharla. A veces me preguntaba si era culpa mía, si tal vez no había elegido bien el lugar, si no le había dado el cuidado adecuado. Es fácil dudar cuando las cosas no salen como uno espera. Pero también aprendí que, en un jardín, no todo depende de las manos que lo cuidan. Hay fuerzas más grandes en juego: el viento, el sol, las estaciones… todas ellas influyen en lo que crece y lo que no.
Al final, entendí que ese rincón de mi jardín nunca sería como los otros. No tendría las flores que imaginé, ni el colorido que había esperado. Pero eso no lo hacía menos valioso. De alguna manera, esa parcela vacía se convirtió en una especie de santuario, un recordatorio de que no todas las semillas están destinadas a germinar en el mismo suelo, en el mismo momento.
Es cierto que, de vez en cuando, me encontraba pensando en cómo habría sido si esa semilla hubiera decidido florecer. Qué tipo de planta habría sido, qué aroma habría llenado el aire, qué sombra habría proyectado en los días calurosos. Me gustaba imaginarlo, pero nunca con tristeza. Era más bien una curiosidad tranquila, la misma que uno siente cuando contempla una estrella lejana, sabiendo que, aunque nunca la tocarás, sigue siendo hermosa desde donde estás.
Con el tiempo, aprendí a aceptar que no todo lo que sembramos nos pertenece. A veces, las semillas que más cuidamos son las que menos nos dan frutos. Pero eso no significa que no sean importantes. En ese rincón del jardín, en ese espacio donde nunca creció nada visible, algo profundo se arraigó en mí. No fue la flor que esperaba, pero fue algo más, algo que no puedo nombrar, pero que llevo conmigo cada vez que recorro los senderos de mi jardín.
Las otras plantas siguieron creciendo, como siempre lo hacen. La vida en el jardín no se detiene por una semilla que no germina. Pero yo, en mis caminatas diarias, siempre hacía una pausa en ese lugar. No porque esperara que algo cambiara, sino porque quería recordarme que no todas las flores se ven. Algunas crecen en la profundidad, en el silencio, y dejan una marca invisible que, aunque no podamos tocarla, nos transforma de formas que no comprendemos del todo.
Y es que, a veces, lo más importante no es la flor en sí, sino lo que nos hizo sentir.