by Lauren A. Altamira
Hubo un momento en el que comprendí que soltar no siempre es rendirse, sino recordar quién eras antes de intentar encajar en un lugar que no te correspondía.
Ese momento llegó el día que dejé de pensar en lo que perdí, y comencé a pensar en lo que me estaba recuperando: a mí.
Dolió, claro.
Pero fue un dolor limpio, necesario.
Un dolor que purifica, que arde hasta que se vuelve calma.
Por fin entendí que no se trataba de él, ni de lo que tuvimos, ni de lo que faltó.
Se trataba de mí, de todo lo que dejé ir para sostener algo que nunca estuvo completo.
Éramos completamente distintos, y no de esa forma romántica en la que los polos se atraen, sino de esa manera en que dos personas parecen hablar idiomas opuestos.
Él era desordenado, caótico con sus tiempos, siempre corriendo detrás de algo que ni siquiera sabía si quería.
Vivía rodeado de su familia hasta el punto de no tener espacio para sí mismo, y mucho menos para mí.
Los fines de semana se convertían en reuniones interminables, cumpleaños de primos, comidas con tíos, visitas inesperadas.
No existía un “nosotros”, solo un “ellos”.
Y yo, entre risas ajenas, sentía cómo me apagaba poco a poco.
Era impredecible con los planes, los cancelaba a última hora sin explicación, sin disculpas, como si mi tiempo fuera un objeto que se podía tirar al suelo sin importancia.
No había flores, ni regalos, ni pequeños gestos que dijeran “te pienso”.
Había excusas, había olvido, había una lista interminable de razones por las que yo terminaba siendo la culpable de todo.
Si él se alejaba, era porque yo pedía mucho.
Si discutíamos, era porque yo exageraba.
Si algo no funcionaba, era porque “no entendía cómo era él”.
Y ahí estuve yo: ordenada, tranquila, constante.
Amando sin medida, demostrando sin miedo, intentando equilibrar lo que nunca iba a sostenerse.
Yo, que amo los detalles, que regalo flores sin esperar recibirlas, que creo que el amor se alimenta de atenciones y gestos, terminé creyendo que mis ganas de dar eran un defecto.
Yo, que amo estar con mi familia pero también valoro el silencio y mis espacios, terminé sumida en un entorno donde no había un solo minuto para respirar.
Y, sin darme cuenta, me fui apagando.
Me fui moldeando a sus reglas.
Me fui desdibujando.
Llegó un punto en que ya no sabía quién era.
Porque cuando uno deja de brillar para no molestar, empieza a morir en voz baja.
Lo peor fue entender que me cambió en un solo mes.
Un mes después de aquella cena en la que me miró a los ojos y me dijo que me amaba.
Un mes después de prometer que lo nuestro valía la pena, que éramos distintos pero fuertes, que todo iba a mejorar.
Un mes después… ya estaba con alguien más.
Y ahí comprendí la verdad que antes no quería ver:
Él nunca terminaba algo sin tener una siguiente historia lista para empezar.
No porque amara más rápido, sino porque no sabía estar solo.
Necesitaba reemplazos, necesitaba llenar vacíos con personas, necesitaba sentirse querido para no enfrentarse a su propio reflejo.
Y esa fue nuestra mayor diferencia.
Porque yo sí sé estar sola.
Yo sí sé enfrentar el silencio, quedarme quieta frente al dolor, mirar lo que duele sin correr hacia otro cuerpo que me distraiga.
Yo no busco atención para sentirme viva.
No necesito que alguien me mire para recordar que existo.
Aprendí a existir por mí misma.
Después de él, volví a mis raíces.
Dejé los vicios emocionales, las culpas, la necesidad de explicación.
Y poco a poco, empecé a reconstruirme.
Volví a escribir.
No sobre él, ni sobre nosotros.
Escribí sobre mí.
Sobre el amanecer que entra por mi ventana, sobre el sonido de mis perros caminando por la casa, sobre el olor del café que preparo cada mañana.
Sobre el silencio que ya no pesa.
Sobre la libertad que se siente cuando te quitas de encima el amor equivocado.
Volví a pintar también.
Manché mis dedos, mis uñas, la mesa entera.
Pinté mi casa, mis emociones, mi cuerpo.
Pinté la calma.
Pinté lo que soy ahora: una mujer que no se arrepiente, pero que aprendió.
Aprendí a quedarme en casa sin sentirme encerrada.
A disfrutar de mi propio tiempo, a cocinar, a preparar bebidas que saben a independencia y paz.
Aprendí que la soledad no es sinónimo de vacío, sino de espacio para florecer.
Y lo más importante:
aprendí que no necesito correr hacia nadie.
Porque aunque duela aceptar que alguien te cambió tan rápido, hay algo liberador en saber que tú no lo hiciste.
Que no llenaste el hueco con otro rostro.
Que no publicaste fotos para probar que seguiste adelante.
Que no dijiste “te extraño” mientras jugabas a olvidar con alguien más.
Yo nunca sería capaz de decirle a alguien “quiero regresar contigo”
y dos meses después subir una foto con otra persona,
solo para llenar un vacío.
No.
No me muevo por necesidad.
Me muevo por propósito.
Y ahora mi propósito soy yo.
Estoy aprendiendo a estar bien con el presente.
Sin buscar respuestas, sin esperar disculpas, sin necesitar que nadie entienda mi historia.
Porque al final, todo lo que duele enseña, y todo lo que se va deja espacio para algo mejor.
Sé que un día llegará alguien.
No sé cuándo, no sé cómo, no sé dónde.
Pero cuando llegue, estaré lista.
No seré una versión incompleta, ni una mujer herida que pide amor como anestesia.
Seré entera.
Seré paz.
Seré fuego, pero uno que no quema.
Porque el destino tiene su propio ritmo.
Y sé que en el momento adecuado, en el lugar ideal, conoceré a la persona que entienda mi manera de amar.
Esa que no se mide, esa que se entrega, esa que no teme.
Por ahora, solo me tengo a mí.
Y eso, por primera vez, es suficiente.
Estoy en casa, escribiendo, pintando, riendo con mis perros, escuchando música sin interrupciones.
Mi vida es simple, pero está llena de verdad.
Ya no hay caos, ni culpas, ni promesas vacías.
Solo calma.
Y cuando la noche cae y me quedo en silencio, sonrío.
No porque lo recuerde, sino porque me recuerdo a mí misma.
Y ese es el amor más grande que he sentido jamás.














