by Lauren A. Altamira
Dicen que todos los viajeros atraviesan en algún momento un desierto, pero el mío no fue de arena: fue de ruido. Había pasado demasiado tiempo caminando entre voces, entre manos que se extendían solo para atarme, entre luces artificiales que nunca calentaban. Vivía rodeada de sombras ajenas y olvidé cómo era ver la mía propia.
Un día, agotada, decidí entrar en el Bosque de los Espejos Silenciosos. Nadie sabía decirme dónde comenzaba realmente, pero yo sentí el llamado en la piel, como un murmullo que se filtra entre las grietas del alma. Allí el aire era espeso, lleno de un perfume antiguo, y cada paso me alejaba de lo conocido.
El bosque no ofrecía compañía humana. En su lugar, criaturas luminosas se deslizaban entre los troncos, observándome sin acercarse. Había aves que cantaban melodías olvidadas, ciervos con astas que parecían arder en fuego azul, y árboles que respiraban tan profundo que el suelo temblaba.
Al principio tuve miedo. Siempre había temido a la soledad, y el silencio de ese bosque era tan absoluto que parecía capaz de devorarme. Pero el bosque no me devoró; me obligó a escuchar.
Fue allí donde vi por primera vez los espejos. No eran de vidrio, sino de agua suspendida en el aire, como gotas gigantes congeladas en el tiempo. Cuando me acerqué al primero, vi mi reflejo… pero no era el de ese momento. Era el de todos los instantes en los que había huido de mí misma: con rostros prestados, con sonrisas forzadas, con vicios que me habían vaciado poco a poco. Cada espejo me mostraba las versiones de mí que me habían dolido.
Quise correr, pero el bosque cerró el camino detrás de mí. Y entendí: solo podría avanzar si me enfrentaba a cada reflejo.
Lo hice. Toqué esas aguas y sentí descargas como heridas viejas ardiendo de nuevo. Vi el vacío que había intentado llenar en otros. Vi las noches en las que busqué consuelo en vicios disfrazados de alivio. Vi cómo entregaba más de lo que tenía solo para no estar sola. Cada visión me desgarró, pero también me liberó. Porque los espejos se desvanecían apenas yo los aceptaba.
Cuando llegué al centro del bosque, había un lago. En él no había reflejos, solo una quietud profunda. Allí me sumergí. El agua era fría, cortante, pero bajo la superficie encontré algo que había olvidado: mi esencia. No como un recuerdo, sino como un fuego. Una luz suave, inmensa, que vibraba como si todo el universo habitara dentro de mí. Comprendí que esa era la parte de mí que nunca había necesitado máscaras ni muletas, la parte que siempre había estado esperando a que yo regresara.
Al salir del lago, los vicios que me habían perseguido quedaron atrás. Sentí el aire del bosque entrar en mis pulmones como un bálsamo. Mi cuerpo estaba más ligero, mi mente más clara. Por primera vez en mucho tiempo, no necesitaba nada más que a mí misma.
Seguí caminando y la naturaleza comenzó a hablarme, no con palabras, sino con señales. Los árboles me mostraban paciencia al crecer lentos y firmes. El viento me enseñaba que incluso lo invisible puede transformar. Los animales me recordaban que la vida es instinto, es presencia. Y cada detalle se volvía un aprendizaje.
Me di cuenta de que la soledad no era enemiga, sino maestra. Que había confundido compañía con salvación, y ruido con consuelo. Ahora sabía que podía habitar mi propio mundo sin miedo, porque en mí había raíces, había fuego, había vida suficiente.
Al final del bosque encontré una puerta tallada en piedra. No había guardián, ni llave. Solo un grabado que decía:
“Quien se ha encontrado, nunca vuelve vacío.”
Crucé, y al otro lado no había multitudes esperándome, ni un futuro trazado. Solo un camino abierto, un horizonte inmenso. Pero esta vez no me asustó. Esta vez no me pesaba avanzar sola.
Porque en el silencio del Bosque de los Espejos Silenciosos aprendí lo que ninguna multitud pudo enseñarme: que no hay viaje más poderoso que el que haces hacia ti misma.
Y desde entonces, todo cambió. Caminé sin cadenas, habité mi soledad con gratitud y dejé que cada día, incluso los difíciles, fueran parte del aprendizaje. Descubrí que la vida no exige perfección ni prisas, solo presencia. Y yo, al fin, estaba lista para estar presente.
Hoy sé que no necesito compañía para sentirme completa. Que puedo elegir con quién compartir, pero no necesito llenar huecos que ya no existen. Estoy en paz conmigo, conectada con la tierra, con la vida, con mi esencia.
Y esa, descubrí, es la verdadera libertad.