by Lauren A. Altamira
Había estado pensando en qué sería de mí si alguna vez me llevaran secuestrada. No era un pensamiento pasajero, era una obsesión enfermiza que se repetía en mi mente cada noche, justo cuando apagaba las luces. Mi imaginación me empujaba siempre al peor escenario: sentir las manos frías de alguien tapándome la boca, despertar en un lugar donde el tiempo no existe, donde el aire mismo se siente como un enemigo. Lo imaginaba tantas veces que lograba asustarme a mí misma. Me decía que era imposible… hasta que lo fue.
Abrí los ojos.
Oscuridad total. No una penumbra, no sombras, sino una negrura absoluta que me aplastaba. Al principio pensé que aún soñaba, pero el olor a humedad me atravesó como un cuchillo: un aroma denso, metálico, mezclado con moho y algo más, algo que se parecía demasiado al hedor de carne corrompida.
Me incorporé de golpe y sentí mi ropa empapada. El agua me escurría por la espalda, pegándose a la piel como una segunda capa helada. Mis dientes castañeteaban sin control. El suelo era de piedra irregular, resbaladiza, como si hubiera estado bajo tierra por siglos.
Mi respiración se volvió torpe.
Recordé. Lo último que tenía grabado era la bolsa del súper colgando de mi mano, mi coche bajo la luz amarillenta de un farol moribundo, y una sensación… una sombra demasiado cerca de mí.
Me llevé las manos al rostro: un golpe en la frente, sangre seca. El temblor en mi cuerpo se multiplicó.
Avancé a tientas. Mis dedos tropezaron con la pared húmeda, fría como un cadáver. Cada paso hacía que el eco de mi respiración rebotara en la caverna, como si algo o alguien la estuviera imitando más al fondo.
Entonces lo escuché.
Un arrastre. Lento. Pesado. Como garras rascando contra la piedra.
Me congelé.
El corazón me golpeaba las costillas tan fuerte que dolía. Mi piel se erizó por completo y un escalofrío me recorrió desde el cuello hasta los tobillos.
Intenté hablar, gritar, cualquier cosa. Pero la garganta estaba cerrada, atrapada en un nudo de terror.
Un golpe sordo resonó cerca, como si una cadena hubiera sido arrastrada. Después, silencio.
Me eché a andar, las manos extendidas, tropezando con charcos que tenían un espesor extraño, como si no fueran solo agua. El olor era insoportable, dulzón, podrido.
Tropecé. Algo crujió bajo mí. Pasé la mano temblorosa sobre el suelo. No era piedra. Eran huesos.
Pequeños.
De niños.
El vómito se me trepó a la garganta y apenas logré contenerlo.
Detrás de mí, el arrastre volvió. Esta vez más rápido. Más cerca.
Corrí. Mis pies chapoteaban en la negrura, y cada paso era un golpe de terror que me empujaba a seguir. Las paredes parecían cerrarse, el aire se hacía más espeso, más difícil de respirar.
De pronto, una tenue luz parpadeó al final del pasillo. Una llama débil, amarillenta, iluminando lo suficiente para mostrar… puertas. O lo que quedaba de ellas. Maderas astilladas, oxidadas con sangre seca, con marcas profundas de uñas que habían intentado salir.
Me detuve frente a una de esas puertas, el corazón queriendo escapar de mi pecho. Algo dentro de mí suplicaba abrirla, buscar salida. Pero no pude. Algo me decía que lo que había ahí dentro era peor que la oscuridad.
Y entonces lo escuché.
Una respiración.
Pesada. Irregular. Con un silbido viscoso en cada exhalación, como si los pulmones estuvieran llenos de líquido.
Giré apenas la cabeza y lo vi.
La tenue luz de la llama lo rozaba: una figura inmensa, encorvada, su piel colgando en jirones verdosos, húmedos, como si la carne estuviera descomponiéndose mientras aún vivía. Tenía la mandíbula desencajada, demasiado abierta, los dientes amarillentos y largos como cuchillos. Los ojos… no eran ojos. Eran cuencas negras brillantes, como pozos profundos que parecían absorber la luz.
El hedor que despedía era insoportable, mezcla de tierra mojada y cuerpos en descomposición.
Se movía lento, arrastrando un brazo que terminaba en dedos larguísimos, deformes, que raspaban las piedras con un sonido agudo que me atravesaba el cráneo.
Lo peor no fue verlo.
Fue que sonrió.
Una mueca torcida, grotesca, que estiró sus músculos podridos hasta rasgar la piel de sus mejillas.
Corrí.
No pensé, no respiré, solo corrí. El eco de mis pasos se mezclaba con aquel arrastre horrendo que cada vez sonaba más cerca. No importaba cuánto me moviera, el sonido estaba detrás de mí, como si nunca se alejara.
La caverna se abrió en un espacio más grande, un círculo iluminado por varias antorchas clavadas en cráneos. El suelo estaba cubierto de restos, cuerpos apilados como basura. Algunos aún se movían, apenas respirando, los ojos suplicando, sin boca para gritar.
Caí de rodillas, mareada por el hedor, por el terror.
Y él estaba allí.
De pie, frente a mí, bloqueando cualquier salida.
Lo vi completo por primera vez: su cuerpo era una amalgama de carne hinchada y huesos expuestos, costillas que se movían al ritmo de su respiración silbante. Su torso tenía cicatrices profundas, abiertas como bocas que goteaban líquido oscuro. Sus brazos eran tan largos que rozaban el suelo, y su espalda encorvada hacía que pareciera aún más monstruoso.
Me acercó una mano, esos dedos inhumanos que parecían cuchillas.
Quise gritar, pero no pude. Mi voz se había ido.
Me sujetó del rostro con una fuerza fría, inmensa. Y fue en ese instante, en ese último instante, que entendí: todo lo que había imaginado sobre el miedo era un juego infantil comparado con esto.
Lo último que sentí fue su respiración húmeda chocando contra mi piel, antes de que sus fauces se cerraran sobre mí.
La oscuridad me reclamó.
Definitivamente, mi mente nunca había alcanzado a imaginar este final.