El 30 de julio es recordado Miguel Hidalgo y Costilla por ser el día de su fusilamiento, allá en Chihuahua.
¿Pero y si te dijera que no fue exactamente un dulce y tierno sacerdote? Así es: Hidalgo tiene, al igual que todos los personajes de la historia, episodios oscuros en su vida. Analicemos:
Después de su triunfo en la Batalla del Monte de las Cruces, Miguel Hidalgo desaprovechó la oportunidad de ocupar la Ciudad de México y ganar la guerra.
Parece que lo hizo para evitar una masacre peor que la ocurrida en la Alhóndiga de Granaditas.
Por esta decisión, fue derrotado en la Batalla de San Jerónimo Aculco.
Hidalgo regresó enojado a Valladolid —hoy Morelia— por su derrota, porque los realistas habían ejecutado prisioneros, porque su ejército estaba disgregado, y porque él y Allende no se ponían de acuerdo.
En venganza, Hidalgo autorizó la ejecución de algunos españoles que estaban presos en el palacio episcopal, pero no fue suficiente.
Para complacer a sus hombres, ordenó que más de cien ciudadanos españoles fueran llevados a la Barranca de las Bateas y al Cerro del Molcajete, donde los degollaron. Todos ellos habían recibido del cura la promesa de que nada les ocurriría.
Hidalgo decidió trasladarse a Guadalajara. A su llegada, sus gobernantes y militares abandonaron la ciudad.
Las restantes autoridades civiles y eclesiásticas decidieron darle una calurosa bienvenida, para halagarlo y evitar nuevas matanzas de españoles.
Ninguna ciudad o pueblo fue tan triunfal para Hidalgo como Guadalajara.
Después de un banquete, fue recibido por una muchedumbre que se congregó en las calles, mientras repicaban las campanas, tronaban salvas de artillería y la gente le gritaba: “¡Larga vida a Su Alteza!”.
Todos los días recibió el trato que se le daría a un virrey. Fue un continuo homenaje a Hidalgo, quien abandonó su traje negro de cura y se engalanó con un vistoso uniforme militar para recibir, sentado en una especie de trono, frente al Palacio de Gobierno, el título de “Generalísimo de América”.
Entre tantos banquetes, bailes y homenajes, Hidalgo se encontraba fuera de sí, poseído por el poder y la sospecha. Fue entonces que se entregó a una serie de reprobables y criminales excesos.
Hidalgo les había ofrecido protección a los españoles que aún quedaban en Guadalajara, y los alojó en el Colegio de San Juan y en el Seminario.
En diciembre de 1810, el cura ordenó que fueran asesinados.
Ignacio Allende y Mariano Abasolo trataron de impedir la masacre, pero fue inútil.
En la cárcel de la ciudad estaba un antiguo amigo de Hidalgo: el torero Agustín Marroquín, quien se había convertido en tahúr y bandolero.
Por un robo que cometió, recibió el castigo de doscientos azotes y cinco años de cárcel.
Hidalgo lo puso en libertad, le dio el grado de capitán y lo declaró libre de toda culpa. Además, le encomendó la tarea de ejecutar a los españoles que habían confiado en la protección ofrecida.
Durante un mes, Marroquín estuvo sacando de la ciudad a pequeños grupos de españoles y los llevó a la Barranca de Oblatos, donde los mató personalmente, uno a uno.
A algunos los degolló, pero a la mayoría los mató de una estocada en el corazón o de una puntilla en la nuca, como se acostumbra matar a los toros en las corridas.
En su juicio, Marroquín declaró que solo había degollado a 48 personas.
La cantidad de asesinados en Guadalajara oscila entre 350 y 700, según diversas fuentes.
En su posterior juicio, Miguel Hidalgo reconoció que:
> “…a ninguno de los que se mataron se les formó proceso ni había sobre qué, porque eran inocentes”.
Los buenos toreros se llevan de premio las orejas y los rabos de los toros que matan, y los sacan en hombros de la plaza; pero Agustín Marroquín recibió otro “premio”:
Fue aprehendido en Acatita de Baján y llevado a Chihuahua, donde fue fusilado y su cabeza colgada en la plaza pública, el 10 de mayo de 1811.