by Lauren A. Altamira.
En las ciudades, donde los taxis se pelean como los asientos en primera fila de un desfile de modas, siempre he pensado que encontrar el amor debería ser un poco más sencillo que encontrar un café abierto a las 3 AM.
Pero no.
Al parecer, encontrar un hombre disponible emocionalmente es tan raro como un par de Manolos en liquidación.
Y es que todo empieza igual: un mensaje lindo, una conversación profunda, un comentario casual de “nunca le había contado esto a nadie”… y, ¡bam!, ahí estamos, creyendo que esta vez sí, esta vez no es solo una ilusión óptica causada por la soledad y el exceso de vino blanco.
La relación era una obra maestra de los pequeños gestos:
Miradas que parecían prometer domingos de desayuno juntos, risas a carcajadas que hacían olvidar lo cínico del mundo, confesiones nocturnas que sonaban a te estoy abriendo mi alma.
Un manual en construcción de todo lo que pensábamos que era el inicio de algo real.
Pero claro… todo eso sucedía después de las 10 PM.
De día, era como si sufriera de una alergia aguda al compromiso diurno.
Los mensajes se reducían a monosílabos, los planes eran promesas de aire, y la última vez que sugirió vernos antes de que saliera la luna… el hombre de la luna caminaba sobre la Tierra.
Ahí estaba yo, en mi pequeño apartamento, preguntándome:
”¿En qué momento me convertí en la protagonista secundaria de mi propia historia?”
Porque no era que no le gustara.
Era simplemente que no le gustaba lo suficiente como para moverse un poquito más allá de su cómoda soledad.
Era como si yo fuera su café instantáneo emocional: práctico, reconfortante y disponible a cualquier hora… mientras no implicara salir de su casa ni invertir más de un par de neuronas en ello.
Y así descubrí un fenómeno urbano no tan moderno:
El “te quiero cerca… pero no tanto”.
Te buscan cuando les da frío en el corazón, cuando el silencio empieza a sonar demasiado fuerte, cuando Netflix pregunta si todavía estás viendo solo.
Pero cuando tú quieres verlos antes de que la ciudad encienda sus luces de neón, ¡oh sorpresa!, la vida se vuelve un torbellino de excusas:
Trabajo, estrés, mi perro se comió mis zapatos, Mercurio retrógrado, mi primo inventado cumple años.
Y tú, con la esperanza enrollada como un bagel recién horneado, pensando: “Tal vez la próxima semana…”.
Pero lo más brillante de esta tragicomedia moderna es el principio.
Ah, el inicio.
Ese momento donde todo es mágico, fácil, espontáneo.
Te preguntan cómo fue tu infancia, te dicen que tu risa es como música, te mandan canciones diciendo “esta me recuerda a ti” —aunque probablemente también se la mandaron a alguien más la semana pasada—, te dicen que solo hablan contigo y hablan con cinco chicas más, te hablan sus relaciones pasadas, pero cuando lo hacen lo cuentan como si aún se sintieran enamorados de esa persona -y lo peor es que te hacen odiar a chicas que serían tus mejores amigas si no fuera porque ellos son unos tibios-, pero claro te preguntan que flores te gustan y te prometen un nuevo inicio y entonces… ¿Qué haces tú?
Pues claro, caes.
Porque todas caemos.
No por tontas.
Sino porque, en el fondo, queremos creer que alguien nos elige de verdad y no solo por inercia.
Así que entre brunches con amigas, copas de cosmopolitan y llamadas de emergencia (“¡¡Necesito salir de aquí ya!!”), entendí que había una verdad que no podía seguir ignorando:
Cuando alguien quiere estar, está.
Y cuando no quiere… también se nota.
Quizá en esta jungla del 2025, donde todo el mundo prefiere los vínculos “light”, el verdadero lujo no son los zapatos caros ni los penthouses de lujo… es alguien que simplemente quiera quedarse sin tener que rogarle.
Así que decidí ponerle fin a la novela nocturna.
Apagué las luces de la ilusión, bloqueé los mensajes de madrugada, y prometí que el único “¿Qué haces?” que iba a responder a esas horas sería el de mi refrigerador llamándome con un helado.
Porque el amor real, ese que se vive de día y de noche, que no da miedo mostrar, que no se esconde en las sombras del “te extraño” pero “no tengo tiempo”, ese amor merece más que un horario de oficina nocturna.
Y mientras escribía todo esto en mi laptop, mirando por la ventana cómo todo seguía girando en su locura adorable, me hice una última pregunta:
”¿Será que en el fondo, todos somos un poquito culpables de preferir lo cómodo antes que lo intenso?”
Quizá.
Pero sé una cosa: la próxima vez, no aceptaré ser un plan de último minuto.
Esta vez, quiero ser la prioridad, el desayuno, el mensaje de buenos días… y si no, bueno, siempre tendré la ciudad, mis amigas, y un clóset lleno de sueños que valen muchísimo más que cualquier “casi algo”.