by Lauren A. Altamira
Dicen que algunos vínculos no necesitan testigos. Que existen historias que no se escriben con palabras, sino con presencias que tiemblan igual cuando se tocan por dentro. Conexiones que no entienden de tiempo, de espacio, ni de ausencias. Como si hubieran nacido mucho antes de que los cuerpos se reconocieran, mucho antes incluso de que las decisiones, los miedos o las circunstancias tuvieran forma.
Él no estaba. No siempre. A veces su presencia era como una ráfaga, un pensamiento fugaz, como un aroma que te recuerda algo que no puedes nombrar. Pero cuando estaba, bastaba.
No hablaban todos los días. No se deseaban buenas noches. No eran constantes en los rituales cotidianos de quienes se eligen. Y sin embargo, había algo ahí. Una promesa sin pronunciar. Como un pacto entre dos dragones que se olieron una vez en lo alto de una montaña y reconocieron el fuego del otro sin necesidad de quemarse.
A veces, aparecía cuando ella más lo necesitaba. Como si lo supiera sin que nadie se lo dijera. Un mensaje. Una mirada. Una frase sin mucha lógica, pero que a ella le devolvía el equilibrio. Y no, no era amor en la forma que el mundo exige. No era una relación de cenas y aniversarios. Era algo más raro. Más libre. Más salvaje.
Él decía poco. Ella también. Porque ya sabían que las palabras no eran suficientes. Lo suyo era un lenguaje que se hablaba con silencios y con memoria. Con el temblor que queda en el cuerpo después de un abrazo que no se da, pero se desea. Con ese “te pienso” que nadie escribe, pero ambos sienten.
Había distancia, claro. Kilómetros. Ciudades. Otras personas, incluso. Y a veces también orgullo. A veces miedo. Pero ni el tiempo ni los terceros lograban borrar la certeza de que si uno llamaba, el otro respondía. Siempre. Sin condiciones. Sin reclamos. Como si en algún lugar del universo estuviera escrito que sus caminos se cruzarían cada vez que se necesitaran, sin importar qué tan rotos estuvieran, sin importar qué tanto hubieran intentado olvidarse.
Ella lo pensaba como un bendecido. No por estar lleno de suerte, sino porque había nacido con una luz que no sabía que tenía. Una de esas almas que tocan sin tocar, que llegan sin llegar. Un faro en noches en las que ella no sabía que estaba buscando una costa.
Y él, a su modo, la sentía como un dragón. No por su furia ni por su fuego, sino porque sabía que no podía domesticarla. Que su libertad era parte de su belleza. Que tenía alas aunque a veces se le olvidara volar. Que ardía sin quemar, y que lo había tocado sin pedirle nada.
Una noche, después de mucho tiempo sin hablarse, él volvió. Como siempre. No con flores, ni con excusas. Solo con un mensaje que no decía casi nada, pero que contenía todo lo que ella necesitaba para saber que aún la llevaba dentro. No le reclamó. No preguntó por dónde había estado. No exigió nada. Solo respondió con esa calma que nace cuando sabes que alguien, a pesar de todo, aún está.
Esa noche no hubo reconciliaciones épicas. No hubo confesiones de amor. Solo dos almas que se reconocieron otra vez. Como siempre. Como si los dragones y los bendecidos nunca se perdieran del todo.
Ella se preguntó cuántas veces más se encontrarían así. Cuántas vidas harían falta para entenderse completamente. Pero luego lo dejó ir, porque entendió que hay cosas que no necesitan resolución. Que hay personas que son hogar, no porque se queden, sino porque sabes que puedes volver.
Y entonces pensó que quizás el amor no siempre se ve como en las películas. A veces el amor es alguien que no se olvida de tu silencio. Que te busca aunque no lo digas. Que llega sin explicación cuando más lo necesitas. Que te acepta sin etiquetas, sin tiempo definido, sin planes a futuro, pero con una lealtad que trasciende cualquier lógica.
Porque hay conexiones que no mueren. Que no se enfrían. Que no se apagan. Solo duermen, como los dragones viejos que saben cuándo despertar.
Y ella, que siempre tuvo miedo de soltar, entendió por fin que no todas las despedidas son finales. Algunas son pausas. Algunas son regresos. Algunas son simplemente el espacio necesario para que dos almas, que ya se conocen en lo más profundo, vuelvan a encontrarse cuando estén listas para vivir lo que siempre sintieron, pero aún no se atrevieron a explorar por completo.
Él no era una historia cerrada. Ni una página que se pasaba. Era un punto y seguido, aunque pasaran años entre una frase y otra.
Y mientras ella miraba el cielo y recordaba cómo le temblaban las manos después de aquel encuentro, supo que si él volvía a buscarla, ella iría. Sin promesas. Sin planes. Solo por la certeza de que cuando la conexión es verdadera, no hay tiempo ni mundo que la borre.
Porque los dragones y los bendecidos siempre se encuentran.
Y ella no había dejado de volar.