El célebre historiador francés Marc Bloch decía que los historiadores no tendríamos por qué estar peleando por los “orígenes” de tal o cual cosa. La fiesta de día de muertos en México ofrece un momento paradigmático sobre este tipo de problemáticas.
Problemáticas, muchas de ellas baladíes, en tanto producto de la mercadotecnia turística del estado mexicano y de sus dependencias culturales absolutamente dispuestas a promover su idea de “identidad” a partir de slogans del tipo “El día de muertos es una de las tradiciones más representativas que hoy conmemoramos en México.”
Lo que no es baladí es el impacto que este discurso ha tenido y tiene en la mayoría del público no especializado.
Lo que sabemos de cierto de las festividades del día de muertos es que ni en el área mesoamericana ni andina prehispánicas tenían una celebración particular, o por lo menos no hay evidencia de ello.
Será Odilón abad de Cluny quien en el año 998 instituirá la fiesta del “Día de los difuntos” el 02 de noviembre. Lo hacía para incorporar al calendario cristiano antiguas festividades celtas y germanas en donde se activaban los mitos antiguos en donde los seres de otro mundo tenían permiso para visitar transitoriamente a los vivos. Las intenciones evangelizadoras eran más que evidentes.
Con el paso de los siglos, el calendario y el santoral cristiano se llenarán de fiestas dedicadas a conmemorar los días de muertos, sin que las autoridades eclesiásticas tengan reparo en sustituir festividades agrícolas paganas para hacerlas coincidir con las fiestas de los santos (esos muertos especiales).
Así, el Halloween anglosajón, el Samhain celta, los lares latinos, serán incorporados dentro de un ciclo de fiestas que iban del 31 de octubre al 11 de noviembre en el marco mayor de celebraciones litúrgicas anuales, en donde los disfraces, las comidas votivas, los altares y ofrendas de muertos, las danzas y procesiones, formaban parte medular de un carnaval de otoño en donde el ánimo luctuoso era más bien de jolgorio y borrachera.
Con la mortandad masiva causada por la peste negra a principios del siglo XIV, las fiestas de muertos cobrarán mayor pujanza: así aparece la muerte como personaje en las artes plásticas, la música y la literatura medievales, con toda su pléyade de creaciones, en donde las “Danzas macabras” —danzas procesionales en donde la muerte cantaba y danzaba con personajes enmascarados que representaban a toda la sociedad medieval— encontrarán tal vez su mayor cristalización.
Así, al momento de la conquista y colonización del Nuevo Mundo, la sociedad europea cargaba ya con varios siglos de fiestas de muertos y, en particular, en el mundo hispánico, será durante los siglos XVI y en especial en el XVII, en donde la muerte se vuelve un motivo central de la cultura barroca, tanto de la culta como de la popular:
“¿Qué otra cosa veis en el mundo sino entierros, muertos, sepulturas? ¿A qué volvéis los ojos que no os acuerde de la muerte?”, escribía Francisco de Quevedo en el siglo XVII.
Así, la fiesta de muertos será utilizado por los frailes de la evangelización como un elemento más para incorporar a las sociedades indígenas a la cristiandad. En ese sentido, la fiesta de muertos en México se vuelve una fiesta indígena, pero colonial, no prehispánica.
Alfeñiques gallegos, panes de muerto (que existen por lo menos en diferentes regiones de Italia, España, Alemania, Austria y Suiza), velas, flores, adornos de papel, comidas campesinas en los cementerios parroquiales, se incorporan al día de muertos colonial, construyendo una imaginería que podemos llamar sin tapujos mestiza (de elementos europeos medievales y barrocos e indígenas), y no un sincretismo sino como una estrategia de los sectores subalternos para sobrevivir ante el embate de imposición cultural imperial.
Elsa Malvido demostró cómo el estado mexicano posrevolucionario, en especial el del cardenismo, arrancó a la iglesia el día de muertos para constituirla en la fiesta mexicana–indígena por antonomasia. Y en verdad que no era complicado: oriundo, como era el general Lázaro Cárdenas, de Michoacán, les resultaba intensamente atractivo expropiar los sensuales y coloridos altares de muertos de la región de los lagos purépechas para difundirlos por todo lo alto y capitalizar la fiesta de día de muertos como expresión máxima de la mexicanidad, imponiendo una estética que todos nosotros tenemos muy presentes.
En este sentido la película Macario, de Roberto Gavaldón (1960) será un hito en la construcción de esta estética oficial del día de muertos.
Será, pues, el indigenismo y el nacionalismo posrevolucionario del siglo XX mexicano con su publicidad oficial, quienes retomarán las tradiciones indígenas y campesinas y las promoverán diciendo que eran prehispánicas y milenarias.
En este sentido, lo único que queda claro es que la cultura es todo menos estática: “La cultura no se crea ni se destruye, solo se transforma”, decía en forma socarrona Antonio Rubial en sus clases.