by Lauren A. Altamira
He estado pensando en exceso, no por elección sino por ese viejo hábito que mi mente arrastra como una tormenta que aprende a repetirse. A veces pienso que mi cabeza es un cuarto lleno de puertas, y que cada una lleva a un escenario diferente:
qué hubiera pasado si no hubiera estudiado lo que estudié,
si me hubiera mudado lejos,
si hubiera elegido otros caminos tan insignificantes como el desayuno de un martes cualquiera.
Mi mente juega con universos alternos como si entrenara para sobrevivir; piensa en los peores escenarios, los despliega, los analiza, los vuelve a doblar. Y aunque parezca desgastante, ese exceso de pensamiento me ha preparado para heridas que de otra forma me habrían destruido.
Porque sentir tan intensamente como yo siento no es sencillo. Vivir en un cuerpo que amplifica todo es cargar con un corazón que no tiene volumen bajo.
En medio de ese ruido silencioso que es pensar demasiado, me descubrí llegando a una conclusión incómoda: tal vez soy difícil de amar.
No en un sentido fatalista, sino en uno honesto. Soy selectiva, no entrego mi corazón como si fuera un boleto de entrada al primer desconocido que sonría. Cuando amo, lo hago con una fuerza tan absoluta que me quedo hasta el final… incluso si ese final me rompe los huesos del alma.
Hubo un tiempo en el que alguien me convenció de que era una mala persona. Y yo, ingenua en mi afán de comprenderlo todo, me lo creí. Pero cuando mi vida giró en un movimiento completo y me vi desde afuera, descubrí que no era maldad: eran mis emociones, a veces desbordadas, a veces confundidas, intentando encontrar su cauce.
Dentro de mis pensamientos me he visto de mil maneras distintas:
sola para siempre, caminando por una ciudad lejana donde la soledad no duele sino que acompaña;
rota, enfrentando la oscuridad de la ausencia;
amada por alguien cuyo rostro nunca logro ver, pero cuyo abrazo sé que reconocería de inmediato;
fuerte, pero no por la fortaleza que todos imaginan, sino por la que nadie ve.
Soy fuerte porque sostengo ausencias que deberían partirme.
Soy fuerte porque no reclamo hasta que todo me desborda.
Soy fuerte porque contengo la risa hasta que se convierte en carcajada.
Soy fuerte porque aguanto el nudo en la garganta hasta que se vuelve llanto.
No, no soy una persona que sienta poco.
Soy, de hecho, lo contrario.
Lloro cuando muere el perro en la película.
Sonrío sola cuando una frase en un libro me toca.
Cierro los ojos para escuchar el viento como si fuera un mensaje.
Agradezco el aroma del café al entrar a casa.
Y descargo mi alma en cada tatuaje, como si la tinta fuera una extensión de mi memoria emocional.
Aprendí, quizá de las peores maneras, que la sinceridad es un arma de doble filo.
Aprendí que no se debe usar a alguien solo para acompañarse en la tristeza.
Aprendí a perdonar, incluso a quien no pedía perdón.
Aprendí a soltar a quienes ya no me suman, aunque un día fueron mi mundo.
Aprendí que el corazón puede volver a sentir, pero que es mejor sanar antes que llenar vacíos con labios desconocidos.
Descubrí que tengo una memoria peligrosa: puede hacerme feliz o destruirme en cuestión de segundos.
Descubrí que me exijo más de lo que cualquier otra persona podría exigir.
Descubrí que soy capaz de amar tan fuerte que a veces olvido mis propios principios con tal de mantenerme junto a alguien. Y aprendí, con toda la fuerza de esa revelación, que eso no está bien.
Dejé de pensar en los demás.
Empecé a pensar en mí.
Y pensar en mí no es egoísmo, es supervivencia. Es preguntarme qué me hace bien, qué me hace crecer, qué me hace sentir en paz. Desde darme un gusto sin culpa, hasta decidir con quién compartir mi tiempo y con quién no puedo ni siquiera compartir la energía.
Aprendí a no juzgar a quienes amo.
Aprendí que incluso las mejores almas cometen errores.
Aprendí que habrá personas con quienes tendré todo en común pero jamás un destino compartido.
Aprendí que hay conexiones que no pueden convertirse en romance por más que una parte de ti quiera.
Y también aprendí que existe alguien, siempre, que podría sanarme el corazón con una sola llamada.
Pero lo más importante fue que me descubrí.
Me descubrí a mí por primera vez sin ruido externo, sin expectativas, sin intentar medir mi valor en los ojos de alguien más.
Me vi como una mujer increíblemente romántica que finge que no le gusta lo romántico por miedo a que la lastimen.
Una mujer que prepara regalos con un mes de anticipación y después se asusta de entregarlos.
Una mujer que se pone nerviosa cuando la miran demasiado, pero que ama profundamente.
Una mujer que piensa, analiza, mejora, observa, aprende.
Una mujer que cuenta chistes tontos para que otros rían.
Una mujer que abraza sin miedo cuando ama de verdad.
Una mujer que ahora baila porque quiere, no porque alguien la saque a bailar.
Una mujer que ya no calla lo que siente, pero que intenta decirlo sin herir.
Caí.
Lloré.
Me rompí.
Pedí explicaciones al cielo que nunca respondió.
Pero luego me levanté.
Miré hacia atrás sin dolor.
Y comencé a caminar hacia donde realmente quiero estar.
Sí, quiero ser amada, cuando sea el momento.
Sí, quiero amar, cuando pueda hacerlo libremente.
Sí, quiero crecer, aunque me cueste.
Sí, quiero ser yo, en mi estado más puro.
He estado pensando en exceso, y aunque a veces, eso no me juega a favor, soy yo.
