By Lauren A. Altamira
El tren avanzaba despacio, como si cada golpe metálico contra los rieles contara una historia olvidada. Las ventanas, empañadas por la humedad, filtraban la luz gris de un cielo que no prometía claridad. Era un tren viejo, cansado, pero que aún se empeñaba en surcar caminos. Los asientos, gastados por décadas de pasajeros, eran testigos silenciosos de miles de vidas cruzadas, de sueños dejados atrás, de despedidas sin regreso.
La protagonista de esta historia estaba sentada en uno de esos asientos, con la mirada fija en el vidrio sucio. No había nada espectacular en su figura: su ropa estaba arrugada, su cabello recogido a la ligera, y en su regazo descansaba una libreta de tapas ajadas que apenas se sostenían en las bisagras. Sin embargo, dentro de ella se libraba una tormenta. La libreta era su última conexión con algo más grande, una especie de ancla para no ser arrastrada por el vacío que sentía desde hacía años. Era el único objeto que llevaba consigo al abordar aquel tren cuyo destino parecía tan incierto como su propia vida.
El paisaje que cruzaba el tren no era particularmente bello. Campos desolados, fábricas abandonadas, una que otra casa que parecía suspendida en el tiempo. Todo tenía un aire de nostalgia cruda, como si el pasado hubiera dejado cicatrices visibles en cada esquina del trayecto. Y aun así, cada tanto, un rayo de sol se abría paso entre las nubes, iluminando brevemente una colina, un charco, o incluso los rieles oxidados que serpenteaban como venas abiertas por la tierra. Era un recordatorio incómodo de que incluso en la monotonía podía filtrarse algo de luz.
El tren no tenía una ruta clara en los mapas convencionales. Era una línea que pocos conocían, una suerte de rumor en la boca de aquellos que habían perdido algo irremplazable. Decían que este tren llevaba a su última estación solo a quienes no sabían exactamente qué buscaban, pero que llevaban en el pecho una necesidad urgente de encontrarlo. Ella no recordaba cómo había llegado al andén ni qué la había empujado a comprar el boleto. Solo sabía que tenía que estar allí.
A su alrededor, otros pasajeros compartían el vagón, pero el aire estaba impregnado de un silencio extraño. Cada persona parecía absorta en su propio universo, como si el tren los hubiera arrancado de una realidad que ya no les pertenecía. Algunos sostenían objetos pequeños, aparentemente insignificantes, pero que llevaban un peso inmenso: una vieja fotografía, una prenda de ropa infantil, un reloj detenido. Era un desfile de pérdidas y anhelos encapsulados.
Ella, por su parte, tenía su libreta. No la había abierto desde que subió al tren. No se atrevía. Sabía que su contenido la destrozaría o la salvaría, y aún no estaba lista para enfrentarlo. En cambio, dejó que sus pensamientos se deslizaran al ritmo del movimiento del vagón, entrando y saliendo de recuerdos que parecían más vivos que el presente.
El primer recuerdo llegó sin aviso. Era el sonido de risas. No las risas forzadas que se usan para llenar el silencio, sino esas que nacen del alma, de momentos en los que la vida se siente ligera y plena. Eran risas de una vida que había tenido antes, cuando la felicidad parecía algo alcanzable y no una farsa. Recordó una habitación inundada de luz, un café que olía a canela, y manos que alguna vez sostuvieron las suyas con una promesa tácita de permanencia. Pero las risas se apagaron, como si alguien hubiera cerrado una puerta con fuerza, dejando solo un eco hueco. Esa fue la primera herida.
El tren seguía avanzando, y con cada kilómetro, los recuerdos llegaban como ráfagas. No todos eran dolorosos, pero incluso los felices traían consigo un dejo de tristeza, como si la distancia entre ella y esos momentos los hubiera convertido en algo irreal. Recordó también las despedidas que nunca quiso dar, los errores que no pudo corregir, y las palabras que se tragó por miedo o por orgullo. Cada uno de esos recuerdos era un peso añadido, una piedra más en el saco invisible que llevaba sobre los hombros.
Cuando las luces del vagón comenzaron a parpadear, los pasajeros se removieron en sus asientos, inquietos. El tren estaba entrando en un túnel, uno tan largo que pareció durar horas. La oscuridad era absoluta, y el sonido de los rieles se amplificaba como un latido constante. Fue en ese momento cuando la libreta en su regazo pareció tomar vida propia. Era como si la oscuridad misma la empujara a abrirla, a enfrentar lo que había estado evitando.
Con manos temblorosas, deslizó el dedo por el borde de las tapas y la abrió. Las páginas estaban llenas de garabatos y frases inconexas que había escrito en momentos de desesperación. Eran palabras crudas, sin filtros, que exponían las heridas que había tratado de ocultar incluso de sí misma. Frases como “nunca seré suficiente”, “no sé quién soy sin ellos” y “estoy atrapada” se mezclaban con dibujos de lugares que nunca visitó y figuras que no reconocía. Era un caos, un reflejo directo de su mente.
Y entonces, en una página casi al final, encontró algo diferente. Era una nota escrita con una caligrafía más firme, más decidida. Decía: “Todo lo que has perdido no es más grande que lo que aún puedes encontrar”. Era una frase que no recordaba haber escrito, pero que resonó en ella como una campanada. Fue como si esas palabras hubieran encendido una chispa en la oscuridad.
Cuando el tren salió del túnel, la luz que inundó el vagón era diferente. No era la luz gris y apagada de antes, sino una luz cálida, dorada, que parecía envolver todo con una especie de magia. El paisaje había cambiado. Ya no eran campos desolados ni fábricas abandonadas. Ahora eran montañas cubiertas de flores imposibles, ríos que brillaban como si estuvieran hechos de vidrio líquido, y un cielo que parecía vivo, con colores que se mezclaban como un lienzo en movimiento.
Los pasajeros comenzaron a levantarse, algunos con lágrimas en los ojos, otros con sonrisas que parecían haber estado enterradas por años. Ella permaneció sentada un momento más, dejando que la luz la bañara, que el calor le devolviera algo que había perdido. La libreta en su regazo se sentía más liviana, como si el simple acto de abrirla hubiera liberado algo.
Cuando finalmente se levantó, el tren llegó a una estación. No era una estación convencional. No había un edificio ni vías que continuaran. Solo un prado infinito que parecía extenderse hacia todos los horizontes. Era un lugar que no necesitaba palabras para explicar su propósito. Era un lugar de comienzos.
Al bajar, sintió por primera vez en años que su pecho se llenaba de aire limpio, que sus pasos eran firmes, que su mente estaba en paz. El tren, que había sido su compañero de viaje, desapareció en un suspiro, como si nunca hubiera estado allí. Pero no importaba. Ella estaba allí, y eso era suficiente.
El prado se extendía ante ella, lleno de caminos que aún no conocía. No sabía cuál tomar, pero por primera vez en mucho tiempo, eso no la asustaba. Con la libreta apretada contra su pecho y el sol calentando su rostro, dio el primer paso hacia algo nuevo.