Hay heridas que no sangran, pero pesan. Hay recuerdos que no arden, pero dejan un humo tenue que se queda suspendido en el pecho, como si la memoria fuera una casa que aún conserva el olor del incendio. Y hay momentos —silenciosos, inevitables, casi ceremoniales— en los que una sabe que debe detenerse y mirar con honestidad aquello que quedó después de la tormenta: los restos, las ruinas, los fragmentos que sobreviven incluso cuando creemos haber soltado todo.
Solo así, enfrentando lo que duele, puede empezar la reconstrucción.
En estos días he pensado en el perdón. No en ese perdón vacío que se dice por educación o para cerrar un ciclo superficial, sino en el perdón verdadero: el que corta la cuerda que me sigue atando a personas que ya no existen en mi vida, el que libera espacio en mi pecho, el que abre una ventana para que entre aire nuevo.
Ese perdón que no se le da al otro: se le da al alma.
Y sé exactamente dónde empieza mi camino.
Primero, tengo que perdonar al hombre que me pidió volver.
A ese que regresó con palabras elaboradas, con nostalgia maquillada de arrepentimiento, con promesas que sonaban convincentes solo porque yo estaba herida y quería creer que esta vez sería diferente. Me habló como quien dice lo que cree que debe decir, no lo que realmente siente. Me pidió tiempo, paciencia, confianza… y yo, con esa parte sensible de mí que siempre intenta ser justa, acepté escuchar.
Un mes después —treinta días exactos— ya había alguien más.
Un solo mes fue suficiente para reemplazarme y hacer todo lo que yo alguna vez pedí.
O quizá nunca regresó por mí, sino por la comodidad de no enfrentar su soledad.
Por un momento pensé que era yo. Que había algo roto en mí, que algo en mi forma de amar asustaba, que quizá era mi intensidad, mi entrega, mi vulnerabilidad. Pero con el tiempo entendí que su traición no tenía mi nombre escrito, sino el suyo.
Él no lo hizo porque yo no fuera suficiente.
Lo hizo porque no sabía estar solo.
Porque necesitaba caer en brazos ajenos antes de saltar.
Porque siempre requería un amortiguador emocional, una nueva ilusión, un nuevo refugio para no enfrentarse a sí mismo.
Yo fui transición.
Soltarlo dejó de doler y empezó a pesar únicamente cuando recuerdo lo que creí que era amor. Hoy ya no arde: solo es un eco.
Luego está él…
El otro.
El que se llevó una parte de mi sensibilidad sin mala intención, sin violencia, pero con un silencio que terminó por romperme de una forma distinta.
Él fue la persona que me hizo volver a sentir después de tanto.
El que me devolvió la ilusión de algo real.
El que me hacía reír en la oscuridad y hablar sin miedo.
El que lograba ponerme nerviosa solo con mirarme.
El que me sacó de mi zona de confort con un gesto, con una broma, con una salida inesperada.
El que me hizo volver a ver el cine con pasión, como si cada historia fuera más intensa si la vivía a su lado.
El que me hizo pensar que mis días podían alinearse con los suyos de manera natural.
Pero también fue el que solo me trató como una opción.
El que no dijo la verdad completa.
El que prefirió la comodidad de mi calor sin renunciar al candor de otras manos.
No fue cruel, pero sí fue cobarde.
Y esa cobardía abrió una herida que tardé en nombrar.
Perdonarlo me costó más que aceptar la verdad.
Porque perdonar no significa justificar.
Perdonar fue entender que lo que yo sentí era real, pero lo que él me dio no lo fue.
Que la conexión no basta cuando la otra persona no tiene valentía.
Que yo merezco ser elegida, no simplemente considerada.
Él fue un amanecer incompleto: hermoso, pero incapaz de convertirse en día.
Y aun así, lo perdono.
Porque su paso por mi vida me devolvió sensaciones que creía dormidas, y aunque su presencia me hirió, no quiero cargar su sombra para siempre.
El perdón no es para él: es para que yo pueda caminar más ligera.
Y en medio de todas estas reflexiones, entendí algo más grande, casi simbólico:
Hay personas que en apariencia son mágicas, intensas, brillantes…pero su mundo interno es como el universo de Beetlejuice: fascinante, caótico, seductor, pero lleno de pasadizos peligrosos donde una puede perderse sin darse cuenta.
Y a veces, simplemente,
los dragones vuelan a otras tierras donde encuentren calor,
porque nunca aprendieron a quedarse en un sitio donde el fuego no los protege sino los revela.
Entender eso también es perdonar.
Y después de recorrer cada sombra, cada nombre, cada mentira, cada silencio… llego a mí.
Sé que yo también cometí errores.
Sé que no fui perfecta.
Sé que pude haber actuado distinto, con más calma, con más prudencia, con menos corazón expuesto.
Pero también sé que yo tengo algo que ellos nunca tuvieron:
la valentía de enfrentar mis fallas,
mientras ellos fueron solo cobardes más.
Cobardes para decir la verdad.
Cobardes para elegir con claridad.
Cobardes para amar con integridad.
Cobardes para irse sin máscaras.
Yo enfrenté mis heridas.
Ellos huyeron de las suyas.
Perdonarlos no los hace menos culpables.
Solo me hace más libre.
Perdonarme no borra lo que viví.
Solo me enseña a no repetirlo.
Porque después del incendio, cuando las llamas ya se apagaron y el humo deja de arder, la tierra queda lista para algo nuevo.
Y lo que florece después no es lo que se perdió, sino lo que por fin tiene espacio para crecer.
Yo soy ese brote, y crezco con emoción a lo nuevo.













