by Lauren A. Altamira
Dicen que algunas personas llegan como si abrieran una ventana en una habitación que llevaba años respirando a medias. No vienen a salvarte ni a enseñarte nada, simplemente aparecen, y en ese acto tan simple, tan cotidiano, transforman por completo la manera en la que camina tu corazón. A veces llegan sin anunciarse, sin hacer ruido, sin pedir permiso. A veces llegan en medio de la multitud, como ella.
La primera vez que la vi, no hubo presentimientos mágicos, ni una luz celeste rodeándola, como en las películas; pero sí hubo algo: una vibración. Como si mi cuerpo supiera antes que mi mente que esa risa —esa que explotaba sin vergüenza, que hacía girar cabezas, que parecía tener música dentro— iba a quedarse conmigo de alguna manera. Yo, que siempre fui más reservada, más cautelosa, más lenta para soltar mis manos y mis miedos. Ella, en cambio, con esa energía que ocupaba el aire entero, con esa manera de abrazar como si el mundo fuera seguro mientras estuviera entre sus brazos.
Nos conocimos rodeadas de gente, como si estuviéramos en el centro de un torbellino, cada una en su propio universo. Y aun así, nos miramos como quien reconoce un reflejo que no esperaba. Vivíamos en el mismo pueblo, pero no nos habíamos cruzado jamás. Tal vez el destino esperó el momento exacto. Tal vez, simplemente, había esperado a que estuviéramos listas.
Con el tiempo entendí que ella tenía esa cualidad extraña de volver bonito lo cotidiano. Donde yo veía silencio, ella veía posibilidad. Donde yo caminaba con paso lento, ella corría, saltaba, giraba. Yo vivía hacia adentro; ella, hacia afuera. Era cariñosa con todos, pero de un modo tan auténtico que no provocaba celos, solo ganas de acercarse. Yo, en cambio, necesitaba tiempo para confiar, para entregar mis risas completas, para permitir que alguien invadiera mi espacio sin levantar muros.
Pero ella nunca empujó. Ella esperó. Y en esa espera, me enseñó a que no todas las cercanías lastiman.
Recuerdo la primera vez que entré a su trabajo. Había música, gente cruzando de un lado a otro, luces blancas en el techo y olor a limpieza recién hecha. Ella estaba ocupada, moviéndose de aquí para allá como si sus pasos tuvieran su propio ritmo. Pero cuando me vio, se iluminó. No como quien se sorprende, sino como quien reconoce. Como si mi presencia encajara en su día sin forzar nada.
Tiempo después yo llevaba una escoba y me puse a bailar con ella, sosteniéndola como micrófono, cantándole exagerado, haciendo piruetas torpes mientras ella reía como si mis movimientos tuvieran la elegancia de una bailarina profesional. Era ridículo, y sin embargo, era perfecto. Nos veían como si estuviéramos en una película absurda, pero a ninguna nos importaba. Éramos un par de lunas bailando sin gravedad.
Ella siempre tuvo esa facilidad: hacerme sentir segura sin que yo me diera cuenta.
Con el tiempo, nuestras vidas se fueron entrelazando sin pedir permiso. Compartimos secretos que solo se confiesan a quien te sostiene sin juzgar. Nos curamos el corazón más de una vez, como si fuéramos dos médicas improvisadas usando flores, risas, terapia improvisada y abrazos que yo jamás pensé que podría dar. Porque yo no era de contacto físico. Me tardaba, me tensaba, me incomodaba. Pero con ella… algo cambió. Era yo quien buscaba sus abrazos, quien pasaba mis brazos por su cuello sin pensarlo, quien se recargaba en su hombro con un suspiro que nunca había dejado escapar frente a nadie más.
Un día, sin previo aviso, decidimos tatuarnos juntas. Algo pequeño, simbólico, pero suficiente para recordar que había un antes y un después de nosotras. Fue un acto silencioso, íntimo, casi sagrado. No necesitábamos palabras; nuestras miradas ya decían todo. Éramos dos guerreras marcando en la piel una promesa no escrita: estar, incluso cuando el mundo se pusiera frío.
Y claro que se puso frío más de una vez. Cada una tuvo sus batallas, sus rupturas, sus noches donde parecía que la vida se desdoblaba. Pero ahí estábamos, como si nuestros corazones se hubieran acostumbrado a latir en la misma frecuencia. Cuando una caía, la otra sostenía. Cuando una brillaba, la otra celebraba.
Bailamos hasta sudar en fiestas improvisadas, cantamos canciones a todo pulmón manejando por calles vacías, compramos flores sin motivo, nos regalamos detalles como quien entrega vitaminas al alma. Ella me enseñó a vivir afuera, y yo le enseñé a mirar dentro. Avanzamos juntas, como dos caminos que se encuentran por accidente pero deciden seguir paralelos.
Yo la admiro. No en ese amor idealizado que lastima, sino en ese amor real que construye. La admiro por la fuerza con la que enfrenta todo, por la manera en que abraza sin miedo, por cómo entra a los lugares como si llevara el sol agarrado de la muñeca. La admiro porque aún en caos, sonríe. Y porque aún en calma, brilla.
Ella me transformó. Sin buscarlo, sin pedir nada a cambio, sin exigencias. Simplemente siendo ella.
Hoy que veo hacia atrás, sé que nuestra amistad no fue un accidente: fue una respuesta. Una mano tendida en el momento exacto. Un lazo que no necesitó sangre para parecer de familia.
Porque ella se volvió mi hermana.
No por obligación, no por promesas vacías.
Por presencia. Por constancia.
Por amor del bueno.
Y lo más hermoso es que nada de esto terminó, ni se quebró, ni se perdió. Al contrario: cada día se vuelve más fuerte. Porque ambas decidimos quedarnos. Decidimos elegirnos. Decidimos ser hogar la una para la otra.
Si algún día alguien me preguntara por qué la quiero tanto, no sabría por dónde empezar. Porque no es una sola razón. Son mil momentos que podrían parecer insignificantes, pero que construyeron un refugio. Un refugio donde puedo ser yo sin máscaras, sin miedo, sin contenerme.
Ella llegó a mi vida como un rayo de sol entrando por una ventana cerrada. Y desde entonces, todo tiene más luz.
Y lo sé, así como sé pocas cosas en la vida:
ya encontré a alguien que no necesito explicar para entender, y que me entiende sin que yo diga nada.
Por eso hoy, desde aquí, desde esta historia que huele a flores, a risas, a tinta en la piel y a música que nunca apagamos, puedo decirlo con absoluta certeza:
“Ya olvide como es sin ti mi vida”.
Para Yan.
