by Lauren A. Altamira
Nadie supo decir cuándo comenzó. Algunos científicos afirmaron que fue en los bordes de la nebulosa de Eryon, donde las sondas de exploración descubrieron un planeta sin nombre, cubierto de mares negros y cielos perpetuamente enrojecidos. El hallazgo fue celebrado como la posibilidad de un mundo rico en recursos, pero lo que trajeron de allí no fue riqueza. Fue hambre. Hambre infinita.
La primera expedición regresó con una sustancia viscosa adherida a los cascos de sus naves. Era traslúcida, como un líquido con vida propia, y los sensores apenas podían identificarla: no tenía ADN, no respondía a las pruebas químicas conocidas, pero se movía, se reproducía… y consumía. Los científicos le dieron un nombre provisional: Xytheris.
Al principio, parecía inofensiva. Se movía lentamente, apenas reaccionaba a los estímulos. Pero pronto comenzaron a notar los cambios: la viscosidad se adhería al metal, lo corroía, lo transformaba en una superficie orgánica que latía, como si respirara. Luego, las paredes de los laboratorios dejaron de ser paredes. Palpitaban, susurraban. Algo estaba creciendo dentro.
La primera víctima fue el doctor Halden. Entró solo en la cámara de contención para tomar muestras más cercanas. Nunca salió. Cuando abrieron la sala, encontraron su traje vacío, y el casco lleno de una sustancia negra que se retorcía como si se riera.
Los informes de seguridad fueron ignorados demasiado tiempo. Para cuando la base científica pidió ayuda, ya era tarde. Xytheris no solo devoraba la materia, la imitaba. Comenzaron a aparecer copias grotescas de los tripulantes: figuras humanas con piel brillante, ojos sin párpados y bocas demasiado grandes, como si se burlaran de lo que alguna vez fueron. Cada réplica era más perfecta que la anterior.
Las naves enviadas a evacuar nunca regresaron. Las comunicaciones solo transmitían gritos y estática.
Se descubrió entonces la verdad más aterradora: Xytheris no quería conquistar. Quería reemplazar.
Allí donde se adhería, lo que tocaba dejaba de ser lo que era. Rocas se convertían en masas de carne, árboles en columnas óseas, ríos en venas que latían bajo el sol rojo. Y lo peor… no había manera de destruirlo. El fuego lo hacía multiplicarse. La radiación lo fortalecía. El vacío del espacio lo hacía dormitar, solo para despertar aún más hambriento.
El almirante Raegar lo resumió en una sola frase en sus últimos reportes:
“No estamos luchando contra una especie. Estamos presenciando el borrado del universo.”
La humanidad huyó de Eryon, abandonando colonias enteras. Pero ya era tarde. En los restos de las naves contaminadas, la sustancia viajaba escondida, invisible, infiltrándose en estaciones, en planetas, en los rincones más seguros. Nadie podía saber quién seguía siendo humano y quién era una copia perfecta esperando el momento de abrir la boca y revelar que estaba hueco por dentro.
En los registros finales de la flota, antes de que las transmisiones se extinguieran, se escuchaba un susurro repetido entre la estática:
“Somos lo que necesitan. Somos lo que sigue.”
Y luego, silencio.
Ahora, en el borde de cada colonia, en los respiraderos de ventilación de cada estación, en las sombras que nadie quiere mirar demasiado tiempo… se dice que late algo. Que respira. Que espera.
No para conquistar.
No para convivir.
Sino para convertirnos a todos en ellos.