by Lauren A. Altamira
Hay encuentros que no se planean, que simplemente irrumpen en la vida como un rayo en un cielo despejado. No avisan, no piden permiso, y sin embargo, cuando llegan, trastocan todo. Así fue encontrarte. No estabas en mis planes, ni en mis tiempos, ni en mis mapas posibles… pero eras exactamente lo que yo necesitaba.
Desde el principio hubo algo extraño, una certeza silenciosa. Como si mi cuerpo hubiera sabido antes que mi mente que contigo respirar era más fácil. No era un alivio común, sino una oxigenación nueva, como si el aire que compartíamos tuviera otro peso, otra calidad. Estar contigo significaba dejar de forcejear con el mundo. Sin embargo, lejos de ti… el mundo me pesa más que nunca.
Lo complicado no eran tus ojos que parecían entender cada sombra mía, ni tu voz que tenía la calma de lo que nunca tuve. Lo complicado era todo lo demás: tus circunstancias, las mías, los muros invisibles que nos rodeaban y que no podíamos derribar sin lastimar algo más. Ambos lo sabíamos, aunque nadie lo dijera en voz alta. Éramos un incendio hermoso, pero uno que quemaba en un bosque ya demasiado seco.
Aun así, no huimos. No podíamos. Porque lo que compartíamos era más que atracción, más que un deseo. Era una comprensión imposible de explicar. Yo sabía dónde estaban tus grietas, y tú sabías dónde estaban las mías. Y sin embargo, no huíamos de ellas, al contrario, nos quedábamos ahí, señalándolas con ternura, como quien acaricia una cicatriz sin miedo de que vuelva a abrirse.
Estar juntos era sencillo: todo encajaba, las piezas del rompecabezas se reconocían aunque hubieran pasado años desordenadas. Pero alejarnos… eso era la verdadera tortura. Porque cuando nos separábamos, cada cual volvía a cargar con lo que llevaba antes, pero ahora con la certeza de que existía alguien capaz de hacerlo más ligero. Y esa certeza dolía. Dolía como respirar bajo el agua, sabiendo que en la superficie hay oxígeno, pero no poder alcanzarlo.
Lo nuestro era una paradoja: la facilidad absoluta y la imposibilidad total. Cada risa compartida era también un recordatorio del precio que tendría cuando el silencio regresara. Cada roce era tan vital que se quedaba tatuado en la piel, pero también nos dejaba con la angustia de que quizás no habría otro.
A veces me pregunto si el universo juega a unir a las personas equivocadas en el momento correcto, o a las correctas en el momento equivocado. Con nosotros nunca supe cuál de las dos era la verdad. Lo único que sé es que cuando estabas cerca, yo volvía a mí. Que cuando tu mirada me alcanzaba, el ruido de mi mente se hacía pequeño, como si me dijera: “aquí, aquí está tu refugio”.
Lo irónico era que tú sentías lo mismo. Lo sabía. Se notaba en la manera en que tus hombros se relajaban cuando me veías, en la forma en que tu risa aparecía con un alivio que no tenía con nadie más. Pero también en tus silencios. En esos momentos en los que parecías querer decirlo todo, y al final no decías nada, porque sabías lo mismo que yo: que había muros que no dependían de nosotros.
Así vivíamos, entre el alivio y la asfixia, entre el deseo de correr y la obligación de detenernos. Con la conciencia cruel de que nadie más encajaría así en nuestras grietas, pero también de que el mundo alrededor era demasiado real para simplemente ignorarlo.
Me pregunto si algún día nos atreveremos. Si llegará el momento en que los muros se agrieten solos, y entonces podamos cruzarlos sin derrumbarlo todo. O si, por el contrario, esto será lo que somos: un respiro breve en medio de una vida pesada, un instante en el que supimos lo que era la ligereza, pero al que nunca podremos regresar del todo.
Y sin embargo, aunque duela, aunque nos rompa, aunque nos niegue… yo volvería a encontrarte una y otra vez. Porque lo que se siente contigo no es un capricho ni un accidente. Es una verdad. Una de esas pocas que marcan la vida para siempre.
Quizás nunca podamos estar juntos. Quizás nuestra historia se escriba siempre en los márgenes, en lo prohibido, en lo que no puede avanzar. Pero eso no cambia lo esencial: que tú y yo sabemos exactamente lo que necesita el otro, y que incluso en la distancia seguimos siendo ese aire que falta.
Porque hay personas que no vienen a quedarse, sino a enseñarte cómo se siente realmente respirar.