by Lauren A. Altamira
Hay un tipo de vacío que no se llena con ruido, ni con fiestas, ni con amistades improvisadas que prometen eternidad, pero duran apenas unas semanas. Es un vacío silencioso, obstinado, que te acompaña incluso cuando crees que lo has engañado con ocupaciones. Ese vacío no se nota a primera vista; se camufla entre risas ajenas, en conversaciones superficiales, en la rutina diaria que te consume. Pero ahí está, esperándote cuando la noche se vuelve más larga que el día, recordándote que lo que falta no es algo que puedas comprar o planear, sino alguien.
No hablo de cualquiera. No hablo de esa presencia pasajera que al principio parece llenar todo, pero que después solo te deja más hueco de lo que estabas. Hablo de esa persona que no solo está, sino que permanece. De alguien que, sin prometer, cumple. De alguien que no se asusta de las grietas que llevas, sino que se sienta a tu lado para escucharte hablar de ellas, sin prisa por cerrarlas, solo por entenderlas.
Siempre me he preguntado cómo sería compartir mi vida con alguien que sintiera lo mismo que yo. No hablo de un reflejo exacto de mis pensamientos, sino de un corazón que lata al mismo ritmo. Porque yo sé cómo amo. Sé que no sé querer a medias. No me sale calcular cuánto dar ni dosificar el cariño como si tuviera fecha de caducidad. No sé ser “un poquito” para alguien. O soy todo, o no soy nada. Y esa intensidad, a veces, asusta. A veces me ha dejado sola. Otras, ha atraído a personas que solo se acercaban para sentir el calor por un instante y después irse, como quien se calienta las manos en una fogata ajena.
Y, sin embargo, no lo cambiaría. Porque en ese “todo” que soy, también está mi forma de escuchar, mi manera de mirar a alguien y notar lo que no dice, mi instinto de cuidar, incluso cuando nadie me lo pide. Está mi capacidad de recordar los detalles más mínimos, de aprender los gestos, de entender los silencios. Sé que, si alguien me corresponde con la misma fuerza, el vínculo que se formaría sería de esos que no se rompen con un mal día, ni con una discusión, ni con las distancias inevitables.
Pero aquí está la trampa: encontrar a alguien que quiera lo mismo y esté dispuesto a sostenerlo no es fácil. La mayoría quiere las partes bonitas: la compañía, la risa, el cariño sin condiciones. Pocos quieren enfrentar el peso de alguien que ama con cada fibra. Y yo no culpo a nadie. Todos tenemos nuestras propias batallas, y no todos están listos para llevar el ritmo de una tormenta que también puede ser calma.
Tal vez por eso me he vuelto más selectiva. No en el sentido de poner barreras por miedo, sino en el de cuidar hacia dónde pongo mi energía. Porque ya sé lo que es darla a manos vacías, sé lo que es desgastarse intentando encender una chispa en alguien que nunca tuvo intención de sostener el fuego. Y no quiero eso. Quiero un fuego que se alimente solo, que yo pueda avivar y que me avive a mí también. Un fuego que no tenga miedo de crecer.
La necesidad de tener a alguien así no es desesperación. No es esa búsqueda ansiosa que empuja a conformarse con cualquier sombra. Es, más bien, un deseo tranquilo pero firme. Una certeza que no se apaga, incluso cuando aprendo a estar sola y a disfrutar de mi propia compañía. Porque puedo quererme y cuidarme, puedo llenar mis días de cosas que me hagan bien, pero eso no quita que anhele la complicidad de un amor mutuo, sincero, recíproco.
Imagino cómo sería: despertar y saber que hay alguien en el mundo que no solo piensa en mí, sino que siente mi ausencia cuando no estoy. Alguien que no huya de los días grises, que se quede incluso cuando yo misma me cuestione todo. Alguien que entienda que no busco perfección, sino verdad. Porque sé que las relaciones no se construyen sobre momentos perfectos, sino sobre la capacidad de sostenerse incluso en los imperfectos.
Quiero a alguien que me corresponda porque yo sé lo que puedo dar. No en un sentido de intercambio o de balanza, sino porque conozco el peso de mi amor, y sé que en las manos correctas, no se siente como un peso, sino como un refugio. Y es que lo he imaginado tantas veces… la forma en la que se sentiría llegar a casa y encontrar a esa persona, no como una sorpresa, sino como una certeza. Una constante en un mundo que cambia demasiado rápido.
No necesito que llegue mañana, ni que aparezca de forma dramática, como en una película. Pero cuando llegue, quiero que sepa que estoy aquí para quedarme. Que no soy de las que se van en la primera tormenta, ni de las que esconden las emociones por miedo a parecer vulnerables. Soy de las que se quedan. De las que escuchan. De las que sostienen. De las que cuidan con todo lo que son.
Porque después de todo, el amor que yo busco no se trata solo de ser correspondida, sino de construir juntos algo que merezca ser protegido. Y aunque pueda vivir sin ello, sé que mi vida tendría otro matiz si llegara. No por necesidad, sino por elección. Porque elegir a alguien y ser elegida de vuelta, con la misma fuerza, es uno de los actos más hermosos que se pueden experimentar.