by Lauren A. Altamira
A veces conoces a alguien como si ya lo hubieras estado esperando sin saberlo. Como si llevaras toda la vida preparándote para encontrarte con sus gestos, sus silencios y la forma en que te ve. Y cuando llega, hay un instante que lo cambia todo, un destello apenas perceptible donde el cuerpo y el alma se detienen y reconocen algo que no saben explicar. Una conexión.
No amor a primera vista. No pasión desmedida. Algo más lento, más profundo. Como si dentro del caos de la vida alguien encendiera una vela con la misma calma con la que se escribe una carta que nunca se va a enviar.
Nos conocimos tarde. No en años, sino en circunstancias. Tarde para ser posibles, pero a tiempo para cambiarme la forma en la que entendía lo que es una coincidencia.
No fue en un viaje ni en un escenario cinematográfico. Fue sencillo. Un café, una mirada, una risa compartida que se sintió como si hubiéramos estado ensayándola desde siempre. Y desde entonces, todo se volvió diferente, incluso cuando no lo queríamos aceptar.
No nos enamoramos. Nos encontramos. Y hay una diferencia. El enamoramiento puede ser fugaz, pero el encuentro con alguien que lleva tu mismo ritmo por dentro… eso no se olvida.
Y ahí estaba él, con su forma de hablar que no necesitaba palabras, con una historia detrás que no me contaba pero que yo sabía que dolía. Como la mía.
Hubo momentos robados al tiempo. Miradas largas que escondían promesas que sabíamos que no podíamos cumplir. Risas que duraban más de lo que debían. Abrazos que no eran abrazos, pero que envolvían algo más que piel.
Ninguno de los dos estaba listo. Ni libre. Ni lo suficientemente roto como para aventarse sin miedo, ni lo suficientemente entero como para arriesgar lo poco que habíamos reconstruido.
Y sin embargo, cada encuentro era un universo paralelo. Uno donde no existían los pendientes, ni el pasado, ni las reglas. Solo nosotros. Sin nombre, sin título. Solo eso que se siente cuando alguien te escucha sin interrumpirte, cuando alguien se queda en silencio y tú entiendes todo.
Yo lo miraba a veces y pensaba: “Si hubieras llegado antes. Si esta versión mía y esa versión tuya hubieran coincidido en otro momento…” Pero no lo hicimos.
Y aún así, no me arrepiento. Porque hay conexiones que no se tienen que vivir por completo para valer la pena. Algunas solo necesitan existir para cambiarte por dentro.
Y él me cambió. Me recordó que todavía soy capaz de sentir algo puro. Que todavía hay personas que me miran y me ven. No con juicio. No con expectativas. Sino con la ternura de quien te entiende incluso en tus contradicciones.
No le pedí que se quedara. Tampoco me pidió que lo esperara. Supongo que ambos sabíamos que si forzábamos algo, lo romperíamos. Así que nos dejamos estar. A veces cerca. A veces ausentes. Siempre sintiéndonos. Siempre encontrándonos sin buscarnos del todo.
Y aunque el mundo nos empuje por caminos separados, hay algo dentro de mí que se enciende con solo pensarlo. Como si una parte de mi alma aún guardara su nombre entre sus costillas.
Lo veo en mis días sin querer. En un libro que sé que le gustaría. En una canción que dice lo que nunca dijimos. En la forma en que miro el cielo cuando todo pesa, porque ahí fue donde solíamos coincidir: en lo que no se podía tocar.
¿Fui su historia incompleta?
¿Fue mi casi, mi quizás, mi ojalá?
No lo sé. Y no importa tanto.
Lo que importa es que me recordó lo que era sentir algo verdadero, sin necesidad de un final perfecto.
Quizás un día, cuando las heridas ya no duelan tanto y las cargas se hayan hecho más ligeras, nos volvamos a encontrar. Quizás entonces podamos sentarnos frente a frente sin miedo, sin prisas. Quizás.
Pero si no pasa, si solo fuimos ese suspiro compartido entre dos vidas que iban en dirección contraria, está bien. Porque él fue mi certeza en medio del ruido. Mi pausa.
Y a veces, eso basta.