by Lauren A. Altamira.
El Desfiladero de los Caídos no tenía nombre en los mapas modernos. Antiguamente se le conocía como Brendarh, el eco seco de lo que fue un valle sagrado. Ahora era solo un abismo interminable, donde los huesos de antiguas criaturas reposaban sobre un polvo que sabía a hierro. El cielo se mantenía en constante crepúsculo, como si incluso el sol tuviera miedo de mirar dentro.
Arhlia y Cael cruzaban con pasos firmes, pero había algo nuevo entre ellos: silencio. No era incomodidad. Era peso. Una sombra entre ambos que se arrastraba con la misma fuerza con la que la espada comenzaba a reclamar su lugar.
Con tres fragmentos ya unidos, Arhlia podía sentir su alma siendo arrastrada. No solo escuchaba los susurros de la espada en sueños; ahora también durante el día. Su cuerpo comenzaba a absorber las habilidades antiguas de los guardianes, podía sentir las emociones de los animales, oír los temores de los árboles, percibir el dolor en la tierra.
Pero el poder tenía venas, y por ellas ya corría la maldición.
Una tarde sin viento, hallaron una criatura medio viva, atrapada entre los restos de un árbol convertido en piedra. Tenía escamas suaves como seda negra y una mirada que parecía humana. Era un Círinth, una especie extinta, capaz de sentir los deseos más profundos del alma ajena.
—Tu corazón no sabe qué elegir —le susurró el Círinth a Arhlia mientras moría—. Pero la espada ya eligió por ti.
Cael apartó la mirada.
Esa noche no durmieron. Arhlia lo observó a la distancia, su silueta apenas visible bajo el resplandor de los cristales flotantes que decoraban el abismo. Cuando al fin se acercó, le tocó la mano. Estaba tibia, viva. Más de lo que jamás creyó posible.
—¿Me tienes miedo? —preguntó ella.
—No. Pero temo que un día no seas tú —respondió él.
Esa confesión rompió algo en ella. No por la duda, sino porque sabía que era cierta.
Al día siguiente, llegaron al Templo Oscilante, escondido entre rocas que flotaban suspendidas por la magia residual de la antigua guerra. El fragmento estaba ahí. Lo sabían. Pero también estaba Éledras, un ex guardián, corrompido por intentar reunir la espada siglos atrás. Su cuerpo era una amalgama de carne y cristal, y su mente… rota como una hoja de papel mojada.
—La espada no es una herramienta —les gritó—. ¡Es una jaula con dientes!
El enfrentamiento fue brutal.
Cael luchó con una rabia que Arhlia jamás había visto. Sus runas brillaban como fuego, su grito rompía el aire como acero.
Pero Éledras era viejo. Y desesperado.
Arhlia, herida en la pierna, apenas podía mantenerse en pie. El cuarto fragmento estaba a centímetros. Cuando sus dedos lo rozaron, sintió que se dividía en dos: una parte de ella lloraba, quería escapar, vivir una vida simple. Otra parte… otra parte rió. Y esa risa no era suya.
El fragmento se fusionó con los otros tres. La espada comenzó a formarse, lentamente, pedazo por pedazo, como si emergiera de sus huesos.
Éledras intentó arrebatarla de sus manos. Cael lo detuvo… pero al hacerlo, recibió una herida mortal. Arhlia lo vio caer.
No. No. No.
—¡No! —gritó, y con un rugido que no parecía humano, desató un poder que jamás había sentido.
El templo colapsó en luz negra. Los ecos viajaron kilómetros. Árboles se marchitaron. Ríos se detuvieron. El cielo se partió por un segundo.
Cuando todo acabó, Arhlia estaba sola.
Cael estaba tendido, aún respirando. Apenas.
Ella lo abrazó. Su frente contra la de él.
—No quiero perderte —susurró.
—Entonces… no tomes la espada —murmuró él con dificultad—. Déjala.
Pero ya era tarde.
La espada de Mecdra estaba casi completa. Y el mundo, ahora, sabía quién la tenía.
Desde lo alto del cielo, se abrió un portal. Las antiguas órdenes despertaban. Los vivos y los no-muertos, los dioses dormidos, los animales que hablaban con el trueno. Todos… todos giraban la mirada hacia una chica que solo quería salvar al mundo, y que ahora lo tenía de rodillas ante ella.
Arhlia lloró.
No por dolor.
Sino porque por primera vez, ya no sabía si seguía siendo la misma.