by Lauren A. Altamira
El fragmento ardía bajo su piel, como si el metal tuviera memoria. No era una quemadura física, sino una que vibraba dentro del alma. Desde que lo tocó, Arhlia sentía algo en su interior que se quebraba y se reconstruía con cada amanecer.
No podía dormir. Cuando cerraba los ojos, escuchaba el canto de las Rahelian, unas criaturas con alas de bruma y ojos como lunas rotas que solo aparecían en los umbrales entre dimensiones. Sus cánticos no eran palabras, pero evocaban recuerdos que no eran suyos: guerras antiguas, promesas rotas, una niña en un bosque llorando por algo que aún no había perdido.
El bosque de Shyther, donde encontró el primer fragmento, ya no era el mismo. Las hojas brillaban por la noche, como si sus venas fueran de cristal. Los animales —el Zirrak, un felino de patas largas y cuerpo traslúcido, y las Naevas, pequeñas criaturas que nacían del vapor del agua—, comenzaron a acercarse a ella sin miedo. A veces se acostaban a su lado, como si supieran que el tiempo se acortaba.
Pero Mecdra tenía memoria. Y el fragmento también.
Pronto comenzó a sentir la mirada de los Videntes. Seres envueltos en telas oscuras, sin rostro visible, que no caminaban, sino que parecían deslizarse por el suelo. No hacían ruido. No dejaban huella. Solo estaban ahí, en el borde de su visión, esperando. Arhlia sabía que estaban ligados a la espada, que eran los portadores del Juicio, aquellos que decidían si alguien merecía portar un arma forjada por los dioses mismos.
—Aún no estás lista —decía una voz en su mente. No tenía dueño, no tenía género. Solo existía en el aire cuando el fragmento se activaba.
Pero Arhlia no podía detenerse. Cada vez que cerraba los ojos, una nueva imagen surgía: una ciudad en ruinas cubierta de enredaderas, una torre sumergida bajo hielo dorado, un desierto donde los árboles ardían sin consumirse. Y siempre, siempre, el eco de una espada clavada en el corazón del mundo.
La búsqueda del segundo fragmento la llevó más allá de las fronteras de Nalyr, a los Valles de Maerin, donde los campos flotaban en el aire y la gravedad era un capricho. El paso no era fácil. Cada valle tenía su guardián: el Luram, un ente hecho de raíces vivas que murmuraban secretos, y el Ezerokh, una criatura hecha de sombra líquida que se alimentaba del miedo.
Aquí, la magia no era bienvenida. Sentía su poder agitarse como una corriente eléctrica bajo su piel, cada vez más fuerte, más inestable. Un día despertó en medio de una tormenta de luz, flotando a varios metros del suelo, con sus ojos completamente blancos. Las criaturas la miraban desde lejos. La tierra temblaba. Y aún así, no era suficiente para asustarla.
Lo que la aterraba, lo que realmente la destrozaba por dentro, era el cambio que veía en sus propias manos.
Pequeñas escamas brillantes comenzaban a aparecer en su antebrazo, y cada vez que tocaba una planta, esta crecía descontroladamente, como si el tiempo en ella se rompiera. El primer fragmento no solo le daba poder… la estaba transformando. Haciéndola parte de un ciclo que no comprendía del todo.
Entonces lo soñó. Por primera vez.
Soñó con la espada completa.
Era hermosa. Forjada en un metal imposible, como si fuera fuego detenido en el tiempo. En su hoja había símbolos antiguos que no podían ser leídos con los ojos, solo con el alma. Y al tomarla, sentía tanto dolor como plenitud. Como si todo lo que había perdido —su infancia robada, su familia quemada por los rumores, su aislamiento— tuviera un propósito.
Pero luego vino la otra imagen: su rostro reflejado en la hoja. Cambiado. Distante. Vacío.
No era Arhlia quien empuñaba la espada… era alguien más con su forma, pero sin su esencia.
Y entendió lo que el fragmento le había estado diciendo. La espada no era un símbolo de poder, sino una prueba. Solo quien pudiera conservar su alma intacta al unir los fragmentos merecía usarla. Quien no lo lograra, sería consumido por ella. No moriría… se convertiría en otra cosa. Una sombra más. Un vidente más.
¿Estaba dispuesta?
No lo sabía. Solo sabía que no podía detenerse.
En la ciudad suspendida de Vaern-Tell, donde los edificios colgaban desde el cielo como estalactitas y la gente vivía en puentes de luz sólida, encontró la pista del segundo fragmento. Pero esta no era una ciudad abierta. Aquí la magia se regulaba, se temía y se perseguía. Los Portadores del Equilibrio, guardianes del mundo superior, eran despiadados con los que alteraban el curso de lo establecido.
Fue ahí donde Arhlia comprendió que ya no podía ocultarse más.
En una plaza colgante, rodeada de centenares de ojos que no sabían si amarla o temerla, extendió su mano. La magia brotó como una llamarada azul. Las Naevas danzaron sobre su piel. El viento se arremolinó alrededor suyo. Y por primera vez en su vida, no pidió perdón por lo que era.
—Yo no vine a destruir —dijo al cielo—. Vine a recordarle a este mundo que las raíces no eligen a quién sostener, y que la luz no puede esconderse eternamente.
La ciudad tembló. Una de las torres suspendidas se quebró y del interior cayó una esfera de cristal viejo, donde reposaba el segundo fragmento. Como si la espada misma, desde los confines del tiempo, hubiera respondido a su llamado.
Pero no lo tomó. No aún.
En ese instante, entendió lo que había detrás de todo. La espada la estaba probando desde el principio. El respeto que anhelaba no podía venir de algo impuesto, sino de un poder que aceptaba sin corromper.
Y aún así, sentía el fuego ardiendo en su pecho.
Los Videntes la esperaban al borde de la ciudad. No con armas. Con silencio. Uno de ellos dio un paso al frente y le extendió la mano.
No le hablaban. No luchaban. Solo observaban si ella daría el paso.
Y Arhlia, por primera vez, sintió miedo real. Miedo no a morir. Miedo a perderse.
Porque sabía que si tomaba ese fragmento… ya no habría regreso.