by Lauren A. Altamira
Nació una noche sin luna, en el punto exacto donde los tres ríos sagrados se entrelazaban en forma de espiral. Su madre dijo que el agua se volvió violeta cuando Arhlia lloró por primera vez. Los sabios del reino lo interpretaron como un presagio de caos, y desde entonces, nadie volvió a mirar a la niña sin entrecerrar los ojos.
Arhlia creció en un pequeño caserío al norte de Liedara, una aldea incrustada entre árboles que cantaban por las noches y caminos cubiertos de musgo plateado. Desde temprana edad, sus manos sanaban a los animales heridos con solo rozarlos, y podía hacer florecer plantas muertas con lágrimas que nadie más veía caer. Pero en lugar de asombro, todo lo que provocaba era temor.
“Lo que crece sin permiso, también puede marchitar sin aviso”, decía la anciana Helmeda cada vez que Arhlia pasaba cerca.
Fue aislada del resto. Mientras los niños jugaban con drakillos domesticados —esas criaturas aladas del tamaño de gatos, con escamas de luz— Arhlia se escondía en el Bosque SombrAzul. Allí la esperaban los Litheks, criaturas anfibias de ojos grandes y brillantes que le enseñaban a comunicarse sin palabras. Allí también corrían los Mardrines, felinos transparentes cuyas huellas brillaban en el aire, y le enseñaron a moverse sin ser vista. Para ellos, ella no era un peligro. Era una parte del bosque.
Su madre, la única que la amaba sin condiciones, murió cuando Arhlia tenía trece inviernos. Desde entonces, su padre no volvió a hablarle. Solo le dejaba comida en la entrada del establo donde ella dormía, como a un animal extraño que se tolera pero no se ama.
A los dieciséis, Arhlia ya había aceptado que nunca encajaría. Sabía leer los vientos como los videntes antiguos, hablaba con los árboles más viejos del reino, y su cuerpo no envejecía igual que el resto. Una noche, el Alari, un ave de fuego que solo aparece cuando algo importante está por suceder, cruzó el cielo dejando una estela que no se apagó por tres días.
Entonces la escuchó.
La voz.
No era una voz humana. Era antigua, rasposa como roca y suave como miel. “Busca la Espada de Mecdra, niña de los elementos. Solo así te temerán menos que lo que te respetan”.
Nadie había oído hablar de esa espada desde hacía siglos. La leyenda contaba que quien la empuñara, no solo obtendría el poder del planeta mismo, sino el reconocimiento de las siete castas mágicas que dominaban Mecdra. Pero también se decía que traía una maldición que dormía… hasta que era despertada.
Arhlia no tenía miedo.
Su viaje comenzó al amanecer siguiente.
Llevaba un bolso con raíz de somalvia —para curar el alma rota—, tres piedras de fuego para espantar a los Nictros (criaturas que se alimentaban del miedo), y el mapa que su madre le había bordado en secreto antes de morir. Un mapa que señalaba siete puntos, como estrellas desalineadas, que ella intuía eran los fragmentos de la espada.
El primer punto estaba en el corazón del Bosque SombrAzul, el mismo que había sido su hogar secreto. Pero esta vez, no era bienvenida. El bosque estaba cambiando. Las hojas ahora eran negras como carbón y los ríos cantores habían guardado silencio. Algo los había contaminado. Algo dormía allí, y no quería ser molestado.
Tardó tres días en llegar al centro del bosque. En el camino, se enfrentó a espejismos creados por el miedo: vio a su madre arder, a su padre llamarla monstruo, y a sí misma cubierta de ramas, convertida en parte del bosque. Pero resistió. Los Litheks aún la protegían, y los Mardrines la guiaban desde las sombras.
Finalmente, en el claro central, la encontró.
Un árbol seco, enorme, cuyos brazos se alzaban como suplicando perdón al cielo. En su base, enterrado en raíces que parecían huesos, un pedazo de metal brillaba apenas, cubierto de runas y pulsando con una luz tenue, violeta, como el río el día que nació.
Cuando lo tocó, el bosque rugió.
Una ola de energía atravesó sus venas como fuego líquido. Sintió las raíces del árbol entrar en su mente, susurrándole recuerdos antiguos, guerras olvidadas, nombres que jamás pronunciaría. Vio rostros de antiguos portadores, todos consumidos, todos destruidos… y sin embargo, todos inmensamente poderosos.
Cayó de rodillas. Sangre salía de su nariz. No podía respirar. La luz del fragmento la atravesaba, analizándola, juzgándola. En ese momento, la escuchó otra vez:
“Eres la primera que no quiere dominar… sino sanar. Tómame.”
Y lo hizo.
Al instante, el aire se volvió denso. La noche cayó de golpe aunque aún era día, y todos los árboles se inclinaron en su dirección. El bosque reconocía a su nueva guardiana. A lo lejos, un aullido resonó. Algo se había despertado.
Arhlia se levantó con la respiración temblorosa. El fragmento se había fusionado con su piel, en la palma de su mano izquierda, como una cicatriz luminosa. Tenía el primer pedazo. Y ahora debía encontrar el resto… sin saber que con cada fragmento, algo oscuro también se acercaba a ella.
Pero por primera vez en su vida… no se sentía sola.
Por primera vez, era parte de algo mucho más grande.
Y no pensaba huir.
Continuará.