by Lauren A. Altamira
No empezó como un susto. No hubo portazos, ni gritos, ni apariciones. Fue apenas una tensión. Minúscula. Como si el aire se hubiera vuelto un poco más espeso justo detrás de la nuca. Un cosquilleo, un leve escalofrío que no debería haber estado ahí, como aquellas veces que sientas una brisa ligera y tus vellos se erizan de inmediato. Una molestia imposible de señalar con el dedo, pero que te obligaba a girarte más veces de lo habitual, a mirar el rincón de la habitación con más insistencia, como si la sombra ahí guardará algo que aún no había decidido salir, y sientes esa ansiedad en el pecho creciendo, esa sensación de nervios invadiendo tu cuerpo
Ese fue el primer síntoma.
Después llegó el ruido. Pero no era un ruido externo. Era una presión dentro del cráneo, como una vibración sorda, continua, que se acomodaba detrás de los ojos y se expandía por las sienes, parecía que la televisión no tenía señal todo el tiempo, pero dentro de tu cabeza, como el temible sonido de quedarte sin pulso en un hospital, ese pitido. No dolía, pero incomodaba tanto como una palabra no dicha que se enquista en la garganta, como cuando sientes la presión en la garganta y por más que quieras dejarla salir, algo te detiene y te duele la mandíbula por quedarte callado. Dormías, pero no descansabas. Y al despertar, el cuerpo se sentía invadido de una fatiga que no venía del cansancio físico, sino de algo más interno. Como si hubieras estado luchando toda la noche sin moverte, parecía que toda tu energía era drenada, y aunque durmieras más de doce horas sentías los parpados pesados y la cabeza se dejaba caer de vez en cuando.
Y entonces llegó la sensación.
Esa que no puedes nombrar con exactitud.
Estás solo, lo sabes, pero no lo sientes.
Y es ahí donde comienza el verdadero terror.
No hay sonidos definidos. No hay pasos, ni voces, ni puertas. Solo una certeza muda, tan clara como un puño cerrado dentro del estómago: alguien te está mirando. Pero no de frente. No a los ojos. Si no desde algún lugar donde tu vista no alcanza, como si la mirada se arrastrara pegada a las paredes, apenas debajo del nivel de lo visible. Una mirada que espera. Que no se mueve. Que no necesita ojos para hacerte temblar. Miras detrás de ti una, dos veces, pero no hay nada, así que te paras con lentitud y revisas debajo de la cama, con el corazón latiendo con fuerza, conteniendo la respiración, y tu cuerpo pidiéndote que no mires, pero lo haces, nada.
Cada movimiento se vuelve lento.
Cada gesto se transforma en una coreografía vigilada.
Y entonces llega el segundo asalto.
No puedes respirar.
Y no es metafórico. El aire entra, sí. Pero no llena. Es como inhalar a través de una tela húmeda, como si el oxígeno no hiciera su trabajo, como si todo tu pecho estuviera sumergido en agua tibia. Pareciera que estas en una olla de vapor, el aire es tan pesado que pareciera que tarda minutos en entrar a tu cuerpo, pero lo deja en cuestión de un segundo. Comienzas a sentir que el corazón late más rápido. Pero no bombea alivio, sino alerta. desbocado, sufriendo. La piel se eriza, no por frío, sino por anticipación. Como si el cuerpo estuviera tratando de advertirte de algo que la mente todavía se niega a aceptar.
Las manos sudan. Los pies tiemblan.
Pero lo peor es la garganta.
Se cierra.
Poco a poco.
Como si una garra invisible se apretara lentamente alrededor de tu cuello. No duele. Pero impide. Como si tu propio cuerpo conspirara contra ti. Quieres gritar, pero el aire no sube. De pronto quieres hablar, pedir ayuda y no puedes, la voz simplemente no sale de tu cuerpo. Quieres correr, pero las piernas se sienten como si pesaran toneladas, y puedes ver como la puerta se aleja de ti y tu cuerpo parece estirarse como si fuera un chicle, todo se vuelve aún más lento. Y en ese instante exacto, comprendes algo muy simple, pero devastador: no estás a salvo.
No importa que no haya nadie.
No importa que no veas nada.
Tu cuerpo ya lo entendió.
Estás siendo cazado.
Intentas encender una luz, pero te cuesta encontrar el interruptor. Pasas de toques suaves a golpear desesperadamente la pared de la habitación para poder encontrarla, la desesperación se siente en el ambiente y tu respiración está tan agitada como si hubieras corrido un maratón. Y cuando lo haces, la luz tiembla. Parpadea. No se rompe, pero no te protege. Porque ya es tarde. El miedo está dentro de ti. Es una sensación viscosa, cálida, como si algo se arrastrara por tus costillas desde dentro, casi podrías jurar como se mueven tus huesos como si algo se dirigiera hacia tu cuello, pero…
No hay sangre.
No hay gritos.
Solo una invasión progresiva.
Te golpeas el pecho con desesperación, intentando sacarte lo que hay dentro, intentando romper tu piel con tus uñas y traspasar tus músculos y huesos para ahuyentar lo que te está consumiendo.
Una mente que se desarma en pedazos diminutos, incapaz de juntar pensamientos, de hilarlos, de sostener una sola idea sin que se desmorone bajo la presión de lo que no puede entender, pero de pronto todo desaparece y entonces…
Entonces te das cuenta de que no se trata de un lugar.
No es la casa.
Eres tú.
Lo llevas dentro.
La cosa que te oprime el pecho. Que te obliga a contener la respiración sin razón. Que hace que todos los sonidos tengan eco, como si cada golpe de tus propios pasos fuera seguido por uno invisible. Es una presencia sin forma. Un pensamiento que no puedes desalojar. Un parásito que se alimenta de tu miedo hasta convertirse en parte de ti.
Y lo peor de todo…
Te acostumbras.
Empiezas a caminar más lento por las noches, como si no quisieras despertarlo. Dejas de mirar bajo la cama. Ya sabes que no está ahí. Está detrás de ti, donde nunca puedes ver. Comes menos. Hablas menos. Duermes poco. Tu cuerpo se vuelve hueco, como una casa abandonada con las ventanas selladas. Y, sin embargo, sigues funcionando.
Porque el miedo no te mata.
Te convierte.
Y cuando finalmente intentas pedir ayuda, no puedes. Porque todo lo que podrías decir suena absurdo, patético, sin pruebas. Nadie ve lo que sientes. Nadie siente lo que ves. Todos te miran como si jugaras o estuvieras loco, y pronto comienzas a creerlo. Así que lo callas. Y el silencio es justo lo que esa cosa necesita para quedarse.
Es ahí donde todo se vuelve permanente.
Donde el miedo ya no es una reacción.
Es tu naturaleza.
No tienes nombre para eso que vive contigo. Pero sabes que si algún día lo nombras… si algún día te atreves a decirlo en voz alta…
Será real.