By Lauren A. Altamira
Una tarde se cruzaron como quien cruza con alguien que todavía no tiene nombre. Afuera de su casa, en esa misma calle por donde pasan las casualidades disfrazadas de rutina, se habían visto solo una vez. Intercambiaron breves miradas, saludos mecánicos con la cabeza, uno que otro pensamiento fugaz del tipo “qué curioso que nunca te había visto”. Nada más.
Había algo extraño en eso. Porque cuando una energía te ronda tanto tiempo, no la olvidas, aunque no tenga forma. La reconoces en el aire, en el peso leve de un silencio compartido, en la forma en que el cuerpo se ajusta al espacio del otro aun sin tocarlo. Era así con ellos. Por años, estuvieron uno frente al otro sin estarlo realmente. El momento llegaba incompleto, interrumpido por otras prioridades, agendas distintas, timideces disfrazadas de desinterés.
Y sin embargo, esa noche, algo se quebró en la línea invisible que los mantenía a distancia. Fue como si todo el tiempo acumulado se derritiera en el calor de un segundo irrepetible. No hubo preámbulos teatrales, ni declaraciones intensas. Solo una serie de movimientos que parecían ensayados desde vidas anteriores.
No era la música ni el lugar. Era algo más. Algo que no se podía medir ni nombrar. Era la forma en que los cuerpos parecían hablar sin emitir palabras, como si cada caricia fuese una sílaba de un lenguaje que solo ellos conocían. La pasión desbordada, fue sincronía. De esas que no se practican, solo se descubren. Como si el ritmo del otro fuera el compás exacto que tu piel había estado buscando.
El tatuaje en su pecho fue un detalle que ella no esperaba. No por el tatuaje en sí, sino por lo que evocaba. Parecía dibujado justo para ese momento, para que ella lo viera de cerca como si lo leyera con la yema de los dedos. No eran rayos de sol, no eran alas, no eran símbolos comunes. Era algo indefinido, pero lleno de intención. Como él. Como la noche entera.
No era una historia de “por fin pasó”. Era una historia de “por fin entendimos por qué no había pasado antes”.
Porque no eran las circunstancias, era el tiempo. Porque no era falta de atracción, era exceso de confusión. Porque a veces, aunque la piel se entienda, la mente se tarda en ponerse al día. Pero cuando llega, cuando ambos están en el mismo punto emocional, todo se siente más claro, más nítido. Como una canción que por fin entiendes después de años de solo tararearla.
Esa noche no hubo promesas. Solo ese tipo de presencia que no necesita explicaciones. Todo se entendía con una mirada. Todo fluía. Rieron, hablaron poco, se escucharon con las manos. Se acercaban como quien camina descalzo por un lugar sagrado: con cuidado, con asombro. Ninguno sabía si era una despedida disfrazada de encuentro o un punto de partida disfrazado de casualidad. Pero no importaba. Porque el momento lo era todo.
No era amor, pero era verdad.
Y eso era suficiente para que al día siguiente, aún con la nostalgia de algo que parecía ya estar en el pasado, se buscaran. No como quien escribe por costumbre, sino como quien reconoce que acaba de encontrar algo que vale la pena explorar. Hablaron, rieron con más soltura, se dijeron las cosas como son. Y ahí estaba otra vez: la conexión, intacta. No como un eco lejano, sino como una llama aún viva.
No hablaron del futuro, pero dejaron claro que lo vivido no era una coincidencia. Que no se trataba de una noche cualquiera. Que sí, que los años los habían hecho diferentes, pero que esa noche los hizo iguales. Y que, aunque no sabían qué vendría después, ninguno quería dejar esa energía suelta en el aire como si no hubiera pasado nada.
Porque lo extraordinario, cuando ocurre, se respeta. Se honra. Se busca.
Y aunque la vida es experta en alejar lo que no tiene destino, también es generosa con las segundas vueltas. Con esos “y si se repitiera” que llegan sin avisar, cuando menos lo esperas, pero justo cuando lo necesitas.
No era un amor épico. No era una historia de novela. Era solo eso que pasa una vez y se queda grabado en la piel. Como un tatuaje invisible que late bajo la ropa. Como ese recuerdo que no molesta, pero que siempre que lo visitas te hace sonreír.
Porque hay noches que no necesitan repetirse para ser eternas. Pero cuando se repiten… entonces entiendes que no era una casualidad, era una llamada que por fin decidiste contestar.
Y eso —eso— es suficiente para volver a desear que mañana, cuando el reloj vuelva a girar, se encuentren otra vez. Como los rayos del sol en su pecho al amanecer plasmados con tinta.