En 2025, salir con alguien es como intentar encontrar tu calcetín favorito en una secadora pública: sabes que está ahí, pero entre tanto caos, terminas con uno que no te queda o, peor, con uno que ni es tuyo.
Mara lo sabía bien. Tenía 26 años, una carrera que apenas empezaba a parecer estable, un grupo de amigos con más dramas sentimentales que una telenovela mexicana, y una madre que seguía enviándole oraciones de San Antonio “para que ya se le apareciera el indicado”. Lo único que no tenía, claro, era una relación.
—Es que nadie quiere nada serio —decía mientras leía por quinta vez un mensaje que decía “yo fluyo con lo que se dé”. Lo peor es que el tipo en cuestión decía que le encantaban los vínculos profundos. Pero al parecer, lo profundo se refería a la cantidad de tiempo que pasaba ignorando sus mensajes.
Las citas en 2025 eran una mezcla entre reality show, currículum laboral y show de talentos. Si no eras divertido, profundo, guapo, emocionalmente estable, libre de traumas (pero con suficiente pasado para tener anécdotas interesantes), entonces ¿para qué salías con alguien?
Mara había probado todas las apps. Y por todas, hablamos de absolutamente TODAS. Desde las tradicionales tipo swipe a la derecha, hasta esas nuevas de “conexión por vibraciones astrales” (sí, eso existe). También le tocó un match que hacía las citas por inteligencia artificial. El chico no decía nada sin que su chatbot personal le sugiriera la frase correcta. Spoiler: no funcionó.
Pero no era solo ella. Sus amigas estaban igual. Una se emocionó con un chico que la llevaba al cine, le compraba helado y le decía que era especial… hasta que descubrió que hacía lo mismo con otras tres. Otro amigo suyo solo tenía “casi-algos”: casi fueron algo, casi se conocieron bien, casi duraron, pero no. La mayoría de las relaciones actuales eran como trailers de una película que nunca se estrenaba.
El problema no era que la gente no quisiera amor. Era que ya no sabían cómo manejarlo. Había una sobreestimulación emocional permanente: likes, reels de parejas perfectas, consejos de “cómo manifestar al amor de tu vida en 21 días” y test de compatibilidad con tu crush según tu tipo de apego y tu carta natal. ¡Todo un caos!
Y aun así, Mara seguía queriendo algo bonito. No perfecto, no de cuento, solo algo con compromiso real. Quería reírse con alguien hasta quedarse sin aire, mandarse memes feos a medianoche, discutir sobre cuál pizza pedir y hacer las paces viendo una serie tonta. Quería que alguien le preguntara cómo estuvo su día y no se distrajera a los tres minutos. Algo simple pero que se sintiera grande.
El problema es que cuando decía eso en voz alta, muchos la miraban como si pidiera demasiado. Como si querer una relación estable fuera vintage. En 2025, era más fácil encontrar a alguien que te escribiera un poema en código binario que uno que dijera: “quiero estar contigo y no me da miedo”.
Y aún así, Mara no perdía la fe. Porque también había visto cosas buenas. Su prima conoció a su novio en un taller de cerámica y llevaban un año haciendo tazas chuecas pero felices. Otro amigo se reencontró con su ex y ahora eran inseparables. Lo que pasaba era que, para encontrar algo real, había que pasar por muchos filtros de absurdos.
Como ese chico que dijo que no creía en etiquetas, pero se molestó cuando Mara salió con alguien más. O el otro que decía que quería conocerla, pero sólo la invitaba a su casa a “ver pelis” (spoiler: ni tele tenía). O el que desapareció tres semanas y volvió con un “he estado reflexionando”. Reflexionando… en Cancún con su ex.
Y entre tanto plot twist, Mara se reía. Porque si no se reía, lloraba. Y si lloraba, se le corría el rímel y no estaba para eso.
Un día, mientras tomaba café con sus amigas, una de ellas dijo:
—¿Y si estamos pidiendo mucho?
Y todas se quedaron en silencio, pero no por dudar. Sino porque entendieron que la pregunta ya no tenía sentido. Pedir respeto, conexión, cariño, interés… no era pedir mucho. Era pedir lo básico. Lo triste es que lo básico se volvió raro.
Así que decidieron hacer un pacto simbólico (sí, con café en lugar de sangre): seguirían creyendo en el amor, pero no en cualquier amor. No el que viene con condiciones disfrazadas de libertad. No el que juega con el tiempo del otro. No el que te quiere cuando le conviene.
Querían el amor que se construye en días comunes. El que se ríe en los errores. El que se queda después de una conversación incómoda. El que manda flores porque sí, pero también escucha cuando dices que te sientes rara sin saber por qué.
Y mientras 2025 seguía girando con sus algoritmos, sus ghosteos y sus frases de “no estoy listo para algo serio”, Mara entendió algo: no era que no hubiera amor. Es que a veces, estaba escondido detrás de muchas capas de miedo. Y que, si había que pasar por un par de situaciones incómodas, risas nerviosas y citas raras para encontrarlo, al menos lo haría acompañada de sus amigas, con buen café, y mucho sarcasmo.
Después de todo, reírse de la locura también era una forma de resistir. Y en ese caos, aún quedaba espacio para lo que sí valía la pena.
Porque en el fondo, aunque 2025 se sintiera como una comedia romántica escrita por un algoritmo confundido, el amor real —ese que no necesitas actualizar— todavía existía.
Y Mara, aunque no lo había encontrado aún, sabía que no iba a conformarse con una versión beta. Quería la historia completa.
(Algo divertido pero si que tiene mucho de real).