By Lauren A. Altamira
Desde el primer aliento, la mirada de otros dibuja caminos que no fueron elegidos. Un susurro en la cuna, una promesa no hecha, una carga invisible que se posa en los hombros antes de que las palabras sean comprendidas. Todo lo que se es, todo lo que se debe ser, dictado por bocas que nunca preguntaron.
Crecer es aprender a caminar sobre una cuerda que otros tensaron. Equilibrar deseos con obligaciones, sueños con mandatos ajenos. Cada paso es un juicio, cada resbalón una decepción. La vida se convierte en un escenario, una obra escrita por manos que no sostienen el peso de la interpretación. Sonrisa ensayada, voz modulada, respuestas correctas. El reflejo en los ojos de otros se convierte en la única prueba de existencia válida.
Los días avanzan en una coreografía silenciosa. No se corre demasiado rápido, no se habla demasiado fuerte, no se desvía la mirada del guion. Se es hijo, estudiante, amigo, pareja, trabajador, todo en función de expectativas que nunca fueron propias. ¿Qué es ser suficiente? ¿Quién dicta las reglas del mérito?
A veces, cuando la noche es profunda y las voces ajenas se diluyen en el ruido blanco del cansancio, una pregunta surge en la penumbra: “¿Y si todo esto no es real?”. Pero el alba trae consigo la rutina, y con ella el miedo a desafiar lo construido.
Cada felicitación tiene filo, cada aplauso oculta cadenas. “Eres lo que siempre esperé”. “Estoy tan orgulloso de ti”. “No esperaba menos”. Pero, ¿qué pasa cuando la piel que vistes no es la tuya? ¿Cuando los logros que acumulas son monedas en un tesoro que nunca quisiste poseer?
Llega un momento en que el peso se hace insoportable. Tal vez es una tarde cualquiera, tal vez es un día lluvioso o una madrugada de insomnio. El corazón late más fuerte, la garganta se cierra. Una grieta en la máscara. Se asoma la posibilidad del vacío, del fracaso. Del horror de defraudar. El suelo parece abrirse, el aire se enrarece. Pero, en medio de ese colapso, hay un instante de verdad: el reconocimiento de que no se puede seguir así.
El miedo es paralizante, pero también es una puerta. Una oportunidad de tomar el pincel y empezar a dibujar la propia historia, aunque al principio solo sean líneas temblorosas sobre un lienzo en blanco. El riesgo de ser visto sin filtros, de ser juzgado sin la armadura de lo esperado. Pero también la posibilidad de respirar sin el peso de un disfraz.
No todos entienden la decisión. No todos celebran la caída del personaje. Algunos miran con desconcierto, otros con decepción. Hay quienes se alejan, porque su reflejo dependía de la imagen que ahora se desmorona. Pero en la pérdida también hay ganancia: los que quedan son aquellos que ven más allá de la superficie, los que entienden que la vida no es un papel a interpretar, sino un viaje a recorrer.
El mundo no se detiene. La presión sigue existiendo, los murmullos persisten. Pero hay algo diferente en el aire: la certeza de que ser suficiente no depende de la aprobación ajena. Y, por primera vez en mucho tiempo, la sombra proyectada por la luz propia es más importante que las expectativas impuestas por los demás.