Los días avanzan sin prisa, como si el tiempo se hubiera convertido en un reloj de arena defectuoso, dejando que los granos caigan a su antojo, a veces con una lentitud insoportable, otras en torrentes incontenibles. La sensación de estar atrapado en un ciclo sin fin se convierte en un peso que se adhiere al cuerpo, una segunda piel que nadie más puede ver, pero que está ahí, envolviendo cada paso, cada pensamiento, cada instante.
Creí haberlo dejado atrás. Creí haberme desprendido de su sombra, de su risa, de la forma en que su presencia llenaba los espacios vacíos con una naturalidad devastadora. Pero en las madrugadas silenciosas, cuando la mente se vuelve frágil y el mundo parece más vasto, su silueta regresa como un eco inquebrantable, una llamada sin voz que se instala en mis sueños. Aparece sin previo aviso, como si el tiempo nunca hubiera pasado, como si el vacío que dejó en mi vida no hubiera sido más que un interludio entre capítulos de una historia inconclusa.
Intento entenderlo, pero las respuestas son esquivas. ¿No lo había superado? ¿No había enterrado esos recuerdos en las capas más profundas de mi memoria? Y sin embargo, ahí está. Su imagen se cuela en mi mente como tinta derramada sobre un papel en blanco, dejando trazos que no logro borrar del todo. Hay momentos en los que la certeza de que debo soltarlo se vuelve absoluta, en los que la lógica dicta que aferrarme es solo una forma de prolongar una ausencia que ya es irremediable. Pero luego, en el vaivén de los días, surge la duda: ¿será que aún queda algo por decir? ¿Será que necesito un final, uno real, para dejar de caminar en círculos dentro de mi propio pensamiento?
La espera se convierte en un hábito involuntario. No es que aguarde su regreso, pero hay una parte de mí que aún imagina encuentros fortuitos, casualidades forzadas por un destino caprichoso que se niega a cerrarse del todo. Paso por lugares donde solíamos estar, sin razón aparente, sin intención explícita. Escucho canciones que alguna vez compartimos y dejo que los acordes traigan de vuelta fragmentos de conversaciones olvidadas. Es una tortura que parece placentera en su propia manera retorcida, como si revivir esos momentos fuera un castigo que, en el fondo, no quiero dejar de infligirme.
Me pregunto si él siente lo mismo. Si, en alguna noche sin luna, su mente divaga hasta encontrarme, si sus sueños también han sido tomados como rehenes de un pasado que se resiste a desvanecerse. ¿Se ha preguntado si nos falta un cierre? ¿O ha seguido adelante sin voltear la vista, dejando que el olvido haga su trabajo silencioso?
Intento convencerme de que no importa, de que todo esto es un reflejo de mi propia incapacidad de soltar. Pero la verdad es que sí importa. Porque si aún hay algo dentro de mí que lo busca, que lo espera en las sombras de mis pensamientos, entonces hay algo que necesita ser comprendido.
Quizás sea necesario un último encuentro, una despedida que no tenga el eco de una puerta cerrándose abruptamente. Tal vez, solo tal vez, el cierre que busco no es su presencia, sino la aceptación de que no siempre hay respuestas definitivas, de que algunas historias quedan suspendidas en el aire como hojas atrapadas en una corriente de viento, flotando entre lo que fue y lo que nunca será.
Y aunque no sé si podré dejarlo atrás del todo, aunque la duda aún se aferra a mi piel como un perfume antiguo, hay algo en mí que empieza a cambiar. Tal vez no se trata de olvidar, sino de aprender a convivir con los recuerdos sin permitir que dicten el rumbo de mis pasos. Tal vez la verdadera liberación no es soltar lo que fue, sino dejar de esperar lo que nunca será.