By Lauren A. Altamira
La aldea estaba construida sobre el borde de un lago que reflejaba el cielo como un espejo roto. En sus aguas flotaban fragmentos de luz y sombras, destellos del sol y restos de nubes que parecían huir de algo. El lugar era pequeño, un puñado de casas de madera oscura que se alzaban como dientes torcidos contra la ladera de la montaña. En el centro de todo, una roca enorme y negra sobresalía del lago como un corazón petrificado. Nadie sabía cómo había llegado allí, pero todos la llamaban “El Pulso”.
El Pulso tenía una presencia viva. Cada cierto tiempo, de sus grietas surgía un sonido profundo, un tambor que resonaba bajo los pies de los aldeanos y hacía temblar el agua. Algunos decían que era un corazón latente, otros que era una prisión para un dios olvidado. Pero para la mayoría, era simplemente parte de la vida. Como el viento o la lluvia, se acostumbraban a él, aunque nunca del todo.
Había una tradición en la aldea, antigua como el Pulso mismo: cada año, alguien debía cruzar el lago, trepar la roca y dejar una ofrenda. Era un acto de reverencia y miedo, un intento de mantener la paz con aquello que latía en el centro del agua. Nadie lo hacía por gusto. El que era elegido siempre regresaba cambiado. No se hablaba de lo que ocurría sobre la roca; los ojos de los que habían estado allí eran suficientes para que nadie preguntara.
Ese año, la elegida fue una joven que apenas había conocido la adultez. Sus cabellos eran como la paja quemada, y sus ojos, dos grietas en las que parecía haberse acumulado todo el pesar del mundo. Había perdido a sus padres en una tormenta y a su hermana menor en una enfermedad que parecía alimentarse del llanto de los vivos. Era la más joven en vivir sola en la aldea, y aunque su cuerpo era pequeño, su carga parecía inmensa. La elección fue recibida con silencios incómodos y miradas de compasión disfrazada. Ella no protestó; simplemente asintió con una resignación que era casi una burla al destino.
La mañana del ritual, el lago estaba cubierto por una niebla densa que parecía tener vida propia. Cada paso hacia la barca crujía como si el suelo supiera que algo importante estaba por suceder. La aldea entera se reunió para verla partir. En sus manos llevaba una caja pequeña, envuelta en un paño bordado. Nadie sabía qué contenía, y nadie se atrevió a preguntar.
El remo cortaba el agua con movimientos lentos, casi ceremoniales. Cada latido del Pulso resonaba más fuerte a medida que se acercaba. Al llegar a la base de la roca, dejó la barca a la deriva y comenzó a escalar. Sus manos se hundían en las grietas ásperas, y sus pies buscaban apoyo en los salientes. La roca estaba tibia, como si dentro de ella corriera sangre en lugar de minerales. Cuando llegó a la cima, el Pulso retumbó tan fuerte que sintió que sus costillas se expandían con él.
La cima de la roca era plana, como un altar improvisado. Allí dejó la caja y se sentó frente a ella, esperando algo que no sabía definir. El aire se volvió denso, y la niebla, que antes era un velo ligero, se convirtió en una pared opaca. De repente, la roca comenzó a moverse. No como un terremoto, sino como si respirara. Un susurro, grave y profundo, llenó el aire.
—¿Por qué estás aquí? —la voz no tenía forma ni lugar, como si viniera del agua, del viento y de sus propios pensamientos.
Ella no respondió. No sabía si podía hablar, si debía. En lugar de eso, cerró los ojos y dejó que el sonido la envolviera. En ese instante, las imágenes comenzaron.
Primero vio su infancia, momentos felices que se sentían como espejismos. Su madre peinándola frente a una ventana, su padre riendo mientras la levantaba del suelo. Luego llegaron los recuerdos oscuros: el agua que se llevaba a sus padres, los ojos vacíos de su hermana, el vacío interminable que había sentido desde entonces. Cada escena era más vívida que la realidad, como si las estuviera viviendo por primera vez. Quiso gritar, pero su voz no respondía.
El Pulso latía más rápido, y con cada golpe, las imágenes cambiaban. Ya no eran sus recuerdos, sino los de otros. Vio a un hombre que perdía a su esposa en un incendio, a una mujer que enterraba a su hijo, a un anciano que contemplaba el fin de su vida en soledad. El dolor era tan intenso que pensó que su cuerpo no lo resistiría. Pero no se rompió. En cambio, algo dentro de ella comenzó a encenderse, una chispa que creció con cada imagen. Era un fuego que no consumía, que no destruía, sino que iluminaba.
Cuando abrió los ojos, la niebla había desaparecido. El lago estaba tranquilo, y la aldea, tan pequeña a la distancia, parecía un recuerdo lejano. La roca seguía latiendo, pero ahora su sonido era diferente, menos amenazante. Miró la caja que había dejado sobre el altar y, sin saber por qué, la abrió. Dentro había un espejo pequeño, roto en varios pedazos. Se vio reflejada en ellos, y por primera vez, entendió lo que tenía que hacer.
Recogió los fragmentos uno por uno y comenzó a armar un nuevo espejo sobre la roca. Era imperfecto, con grietas que dibujaban un mapa de cicatrices, pero al terminar, vio algo en él que no había visto antes: esperanza. No la suya, sino la de todos los que habían dejado su dolor en esa roca durante generaciones. El Pulso, comprendió, no era un castigo, sino una llamada. Una invitación a cargar con el peso de otros y dejar que otros cargaran con el tuyo.
Cuando regresó a la aldea, la gente la recibió con el mismo silencio de siempre. Pero algo en ella había cambiado. Ya no caminaba con el peso de su dolor, sino con la ligereza de quien ha aprendido a compartirlo. Nadie le preguntó qué había visto ni qué había hecho, pero todos sintieron que algo diferente había regresado con ella. El Pulso seguía latiendo, pero ahora era un eco distante, un recordatorio de que incluso en el dolor más profundo podía encontrarse una chispa de vida.