Es curioso cómo algunos caminos, por más que intenten encontrarse, siempre parecen desviarse en el último momento, como si algo en la naturaleza de su trayecto los mantuviera a una prudente distancia. Son esos senderos que corren paralelos, que se cruzan por instantes breves, que comparten sombras, luces y murmullos, pero que, al final, siempre acaban deshaciéndose en la lejanía.
Hay uno en especial, un sendero que recorre colinas y valles, que pasa entre bosques profundos y campos abiertos, y que parece tener su propio lenguaje. Este camino, aunque marcado y antiguo, parece dudar de su propósito, como si, al haber sido trazado, no tuviera la certeza de a dónde quiere llegar. Y cada vez que lo recorro, siento que estoy compartiendo un secreto con él, algo que nadie más podría entender: la sensación de una promesa que se despliega en el horizonte, aunque nunca se cumpla.
Este camino y yo compartimos una conexión extraña, profunda. Hay días en los que, al recorrerlo, me doy cuenta de que mi propia respiración se sincroniza con la brisa que corre entre sus árboles, con el eco de mis pasos sobre sus piedras. Es como si nuestras historias se entrelazaran, como si al recorrerlo, él me permitiera ver algo más, algo que yace en sus pliegues, en sus pequeñas curvas, en cada pequeño desvío. Y a pesar de esta conexión, de esta cercanía inexplicable, hay algo en él que nunca puedo alcanzar del todo. Como si, en el último instante, el sendero decidiera apartarse, dejando en mi mente solo una sombra de lo que pudo haber sido.
Cada vez que camino por él, siento que, de algún modo, el tiempo se suspende. Y en esa pausa, en esa quietud que lo envuelve, parece susurrarme secretos que no logro comprender del todo. Es una conversación muda, una promesa que flota en el aire, pero nunca se concreta. A veces pienso que este camino y yo estamos destinados a no ser más que un reflejo el uno del otro, una conexión incompleta que nunca llega a tocarse del todo, pero que aun así no puede dejar de repetirse, de buscarse a sí misma en cada curva.
He caminado por otros lugares, por otros senderos, y aunque todos tienen algo especial, nada se compara a este en particular. Los otros caminos pueden ser más fáciles, pueden llevarme a lugares conocidos, a destinos seguros. Pero este… este siempre deja algo en mí, como una marca que no se ve, como el eco de una melodía que permanece aun cuando ya no se escucha. Y es ese misterio, esa sensación de inacabado, lo que me atrae una y otra vez, lo que me hace regresar a pesar de saber que, al final, siempre habrá una curva en la que desaparecerá, dejando un vacío que solo él podría llenar.
A veces, cuando el sol está bajo y las sombras se alargan, me detengo y observo cómo el camino se pierde en la distancia. Me pregunto si alguna vez se abrirá del todo, si algún día dejará de desviarse en el último momento y me mostrará su verdadera dirección. Me gustaría creer que, en algún lugar de su recorrido, existe un espacio donde puedo detenerme sin temer que desaparezca, un lugar en el que ambos podamos descansar, aunque sea solo por un instante.
Pero el camino parece tener sus propios temores, sus propios fantasmas. Hay días en los que, al recorrerlo, siento que lleva encima el peso de historias pasadas, de viajeros que intentaron entenderlo y que, como yo, se quedaron solo con la promesa de lo que pudo haber sido. Es un sendero que, aunque marcado y recorrido, parece reacio a entregar su esencia por completo, como si temiera que al hacerlo, algo en él se rompería, algo de su misterio se perdería para siempre.
Y a pesar de saber que el camino puede desaparecer en cualquier momento, yo no puedo evitar seguir regresando. Hay algo en él que me mantiene cautivo, una especie de esperanza silenciosa que, aunque nunca se cumpla, me da la fuerza para seguir avanzando. Porque, en el fondo, sé que este sendero tiene algo que decirme, aunque sus palabras nunca lleguen a mí de manera directa.
Es extraño caminar por un lugar sabiendo que nunca se llegará al destino esperado, que siempre habrá una curva más, un tramo más por recorrer. Pero he aprendido a aceptar esta incertidumbre, a vivir con la idea de que, aunque no me muestre su final, cada paso que doy junto a él es valioso por sí mismo. Porque, al fin y al cabo, no siempre se trata de llegar; a veces, el simple hecho de caminar, de compartir el trayecto, es suficiente.
Tal vez, algún día, el camino me permita ver más allá de su última curva. Talvez, en algún rincón de su recorrido, me encuentre con esa paz que intuyo en su silencio. Pero hasta entonces, seguiré recorriéndolo, esperando sin prisa, sin exigirle nada, solo disfrutando de su compañía en cada tramo que compartimos.
Porque aunque el sendero nunca me muestre su fin, sé que, de alguna forma, siempre estaremos conectados. La pregunta es: ¿Cuánto tiempo más disfrutaré de solo conectar sin llegar?