La mayoría de la población a principios del siglo XIX era rural, no urbana y las ciudades no eran de ninguna manera tan grandes como son ahora. La más grande de la Nueva España era la Ciudad de México, que en ese entonces tenía cerca de 120 mil habitantes. Las dos ciudades más grandes después de esta capital eran Puebla y Guadalajara con alrededor de 40 mil habitantes cada una.
Aunque estas dos ciudades tenían más o menos la misma cantidad de habitantes, Guadalajara estaba creciendo mientras que Puebla estaba disminuyendo su población. Mientras en la mayoría de las ciudades como Valladolid (Morelia), Querétaro o Guanajuato, los gobernantes hacían obras de higiene (como los drenajes), pero en Puebla la iglesia era muy conservadora, detentaba mucho poder y los gobernantes se negaban a tomar esas medidas “ilustradas” de saneamiento.
Como consecuencia, las enfermedades empezaron a proliferar. En 1813 estalló una epidemia. En ese tiempo se le llamaban “fiebres misteriosas”, pero probablemente se trataba de tifus exantemático, una enfermedad transmitida por pulgas y parientes de la peste negra. Esta epidemia se extendió por varias ciudades, en la Ciudad de México ocasionó cerca de 16 mil muertes (de sus 120 mil habitantes); en Puebla acabó con 25% de su población entre 1813 y 1820.
El 04 de mayo de 1820, un año antes de la Consumación de la Independencia de México, hubo un gran temblor que se conoció como el temblor de Santa Mónica. Algunas fuentes señalan que se podían ver grandes grietas en los costados del Palacio Virreinal (hoy es el Palacio Nacional). Lo mismo ocurrió con muchos otros edificios majestuosos del centro. En 1821, cuando se consumó la Independencia, la Ciudad de México se encontraba bastante dañada por ese sismo.
Al pensar en la Ciudad de México de ese entonces también debemos imaginar una ciudad extremadamente maloliente, debido a la gran cantidad de agua que había. Se trataba de una urbe rodeada de lagos en la que los canales llegaban hasta la propia ciudad.
En la parte poniente, en donde hoy están las calles de Madero y Tacuba en el Centro Histórico, no había canales y estaba un poco más limpio. Sin embargo, en la parte de atrás en donde está hoy el Palacio Nacional llegaban canales que venían desde Chalco, Tlalpan y Xochimilco.
A través de esos canales se transportaban frutas, verduras, flores y maíz para su comercio en el mercado cercano, donde hoy en día se encuentra el famoso mercado de La Merced. A este centro de venta acudía la gente común que vivía en la ciudad.
Cuando se piensa en la época colonial de México, muchos tienen en mente los palacios, pero solo una minoría aristocrática de la ciudad vivía así; la gran mayoría de la población era pobre.
Al sur de la Alameda Central, donde hoy está el pequeño barrio chino, se encontraba el barrio de San Juan Tenochtitlán. En ese lugar las casas eran principalmente de adobe y estaban habitadas por población indígena que trabajaba en el primer cuadro.
Se trataba de comunidades indígenas urbanas que trabajaban haciendo limpieza, como cocheros, aguadores, operarios o en las casas de los aristócratas que vivían en el primer cuadro.
Había otros barrios que no eran propiamente indígenas, pero sí de gente pobre; se encontraban al oriente y sur de la ciudad, eran el barrio de Salto del Agua y el de Candelaria de los Patos. Esta era una zona lacustre, los terrenos eran pantanosos e insalubres y se consideraban barrios peligrosos. Ahí las casas ni siquiera eran de adobe sino chozas. Rumbo al Peñón de los Baños, la gente más pobre vivía en cuevas.
En la época colonial de la Ciudad de México, la mayoría de la gente vivía en vecindades. Algunas de ellas eran de empresarios y terratenientes, otras tantas eran de propiedad eclesiástica. Eran cuartos en los que la gente tenía sus petates, su anafre y un pequeño altar para el santo o santos de su devoción.
El alquiler podría considerarse barato ya que cobraban poco más de dos pesos mensuales. En ese tiempo, un trabajador de la fábrica de tabaco podía ganar medio peso al día (unos 15 pesos mensuales).
En aquellas décadas, los precios de los alimentos habían subido por la guerra de independencia, que duró once años. Los campos dejaron de cultivarse y eso ocasionó que los precios del maíz se elevaran. Además, buscando proteger a la Ciudad de México de los insurgentes, se establecieron muchas garitas con soldados alrededor de la urbe. Su presencia entorpecía el comercio y favorecía prácticas de corrupción. Estos permitían entrar a los comerciantes a la ciudad, pero les cobraban una cantidad, y eso se reflejaba en los precios de los alimentos básicos.
Como ejemplo de lo que la gente común comía en ese tiempo, se hace referencia a un diálogo literario publicado en 1812 por Joaquín Fernández de Lizardi en el que una muchacha platica con su “tata”. Los dos viven en un cuarto de vecindad y ella se queja de que solo tiene medio real para hacer de comer (los pesos se dividían en 8 reales) y que todo estaba muy caro. Lo único que le queda es preparar chilaquiles. No como los chilaquiles de hoy que llevan queso, crema y hasta carne, sino unos chilaquiles que eran simplemente tortillas remojadas en una salsa picante.
Era frecuente que la gente pobre comiera fuera, mientras que la rica comía en su casa. Los pobres comían en figones que eran como pequeñas fondas. Había muchos de estos establecimientos atrás del Palacio Virreinal, también era frecuente que en las vecindades uno de los cuartos se usara para preparar comida y venderla. Había muchos puestos callejeros.
En esos lugares se comía muy parecido a lo que come hoy en día la gente trabajadora que son garnachas (una tortilla de maíz que se fríe en aceite o manteca y a la que se puede agregar frijol o chile). En los figones también se vendía pulque, que a diferencia de otras bebidas alcohólicas también aportaba nutrientes y era parte de la dieta. Una jarra de pulque podría costar un real, de modo que, si una persona ganaba cuatro reales al día, podría gastar en eso una cuarta parte de su sueldo.
En la calle lo que más se vendía eran tortillas gordas con manteca, frijol y chile. Algo parecido a las chalupas poblanas, a los sopes y a los tlacoyos. También se comían aves de corral y aves de los lagos, la gente rica podía comer patos, pero los habitantes comunes comían chichicuilotes.
Es muy probable que en la Ciudad de México hubiera mucha violencia doméstica. Por lo general solamente quedaba registro de los casos más graves, por ejemplo, si un marido golpeaba a su mujer o a sus hijos hasta casi matarlos o los amenazaba con una daga.
Para la mayoría de la gente, era aceptable que un marido “corrigiera” a su mujer o a sus hijos, pero lo que ya no resultaba admisible era el exceso, el escándalo, o hacerlo de manera tan violenta que pusiera en peligro su vida.
También había algo de delincuencia. Al lado de lo que era el Palacio Virreinal, por donde hoy está la Suprema Corte de Justicia, había un lugar llamado la Plaza del Baratillo, donde se vendían objetos viejos y también robados. En los archivos judiciales había testimonios de hombres ricos a los que les habían robado y sabían que tenían que acudir a esta plaza a recomprar sus bienes.
Aun cuando se considera que en aquel entonces la población era analfabeta en más de un 90 por ciento, la realidad es que la educación de primeras letras, como se le llamaba, estaba mucho más extendida de lo que podría pensarse. Si bien es verdad que no era una sociedad letrada, sí había escuelas de este tipo e incluso había un gremio de maestros de primeras letras.
Prácticamente, todas las clases se daban en sitios asociados con la iglesia o en las iglesias; se sabe que los barrios indígenas de Santiago Tlatelolco y el de San Juan Tenochtitlán podían pagar maestros de primeras letras para sus niños y en ocasiones para niñas, lo mismo que en muchos pueblos indígenas del resto del virreinato.
Esto nos da una idea de que había esfuerzos para enseñar por lo menos a leer y escribir, aunque otro tipo de educación estaba mucho más restringida. Únicamente colegios seminarios y otras instituciones eclesiásticas impartían educación superior y solamente había dos universidades, la Real Universidad de México, fundada en el siglo XVI y la Universidad de Guadalajara, fundada en el siglo XVIII.